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Saturday, December 23, 2006

El cajón de la muerta en la cripta

Cuando Walter entró a la cripta de los Menéndez Ravenna escuchó el ruido que hacía su corazón. Eso lo asustó más que la ominosa silueta de diez cajones, algunos entreabiertos, dejando ver su interior -cenizas, pelos largos revueltos, huesos mezclados- bajo una pálida luz que se filtraba por los muros.
Se detuvo a recuperar aliento, a calmar sus latidos. Unos minutos después retomó su camino: quería comprobar si Mariel, su novia, realmente yacía allí, en la cripta familiar.
Llegó al cajón que lucía nuevo, aun con su madera lustrosa, con el brillo de sus bronces. Sacó el pico metálico que traía consigo y lo introdujo entre la tapa y el cajón. Presionó con fuerza, hizo palanca y escuchó al fin el ruido estremecedor que hacen los ataúdes cuando son abiertos por la fuerza.
No había nada en su interior. No estaba el cuerpo deseable de Muriel, solo bolsas de arena simulando su peso.
Supo entonces que ella lo había engañado, como lo había sospechado. Que Mariel estaría en algún paraíso caribeño disfrutando el botín con Saúl, el amigo. Que ambos habían simulado una muerte, un velatorio y un entierro en Recoleta para cubrir su huída.
Pensó en suicidarse ahí mismo, en la cripta, a la manera de Romeo. Prefirió tomárselo con calma, saludar la audacia de la pareja traidora y a su propia inteligencia: las claves de acceso a la cuenta habían sido alteradas por él (por las dudas, se dijo): para acceder al botín deberían negociar.
Y sus condiciones serían muy duras: quizás alguno de ellos debería al fin llenar el cajón vacío de la cripta familiar.