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Friday, December 28, 2007

Cotton Club Blues

Todos sabrán, creo yo, que al Cotton Club los negros no podían entrar. A menos que trabajaran ahí, como yo.
Ahora que han pasado los años aquello parece ridículo, ahora que los negros casi estamos de moda, que hasta candidato a Presidente tenemos y tantas marchas, “tengo un sueño”, ahora es difícil de creer, pero así era, en los años treinta.
Yo tenía unos 17 años y un tío, cocinero, me hizo entrar de ayudante. Me sacaba así de la calle, de las pandillas, los pequeños robos, las palizas de los polis, el desprecio de los chicos blancos y me ponía en el mejor lugar de Nueva York, sí señor.
Desde la cocina escuchaba al gran Duke sonar como Dios quiere que la música suene, al menos la música terrenal, porque creo que allá en el Cielo los ángeles, negros y blancos, todos iguales deben entonar unos himnos divinos, literalmente.
Sonaban los Saint Louis Blues y la gente se desmayaba de emoción, en In a sentimental mood o Sophisticated Lady, lo mismo. A mi me volvía loco Caravan, con su eco de selva.
Yo sabía que de ahí vinimos, de las selvas de África, pobladas de monos y negros, así que por eso sería.
Yo quería progresar, llegar a cocinero o camarero, crecer en ese mundo que me sacaba de la miseria.
Todo iba bien, con mi voluminoso tío cuidando que nadie se mofara de mí: yo era flaco, escuálido más bien y apenas veía, por lo cual usaba unos enormes anteojos que deformaban mi cara aun más. Tenía (y la ensayaba frente al espejo) una linda sonrisa, de negro pícaro.
Había, eso si, un capataz irlandés que nos odiaba. Se le inyectaban los ojos claros, su piel rosada se hinchaba de venas azules cuando nos agarraba en falta (fumando fuera de lugar, metiéndonos un dedo en la nariz o riéndonos como locos de algún chiste) nos gritaba insultos como “negros vómitos del infierno” y a veces nos sopapeaba con esas manazas.
A mi me tomó idea. Lo noté desde el principio. Me mandaba a hacer los peores mandados, limpiar el vómito de algún borracho, la grasa de debajo de las cocinas o quedarme hasta después de hora a limpiar el salón.
Yo lo soportaba todo y no le contaba nada de eso a mi tío, Josuah. No quería que se armara la gorda, y termináramos los dos en la calle.
Había un par de muchachos algo más grandes que yo y a pesar de mi torpeza conseguí evitar problemas y hasta amigos nos hicimos, aunque sabíamos que todos competíamos en esa selva por cualquier vacante de mesero. Porque eso era lo máximo: entrar al salón lleno de blancos ricos y sobre todo de esas rubias platinadas que te lanzaban miradas provocadoras (o al menos eso nos relataban los camareros) oler esos perfumes, el tabaco fino, el licor, el champagne, entrar en confianza con los ricachones, ligar muy buenas propinas y, quizás, el teléfono de alguna rubia. Nada mal, no señor.
Pero para eso había que hacer buena letra, no enojar al irlandés que le iba con cuentos a los jefazos, tener siempre la misma sonrisa de negro inofensivo y fiel, mientras por dentro pensabas como clavarle un cuchillo de cocina, de los más grandes, hacer papilla su cuerpo con la máquina de picar carne, hervir esa masa en las enormes ollas para hacer sopa y disfrutar con esa sangre.
Todo estaba tranquilo, hasta que sucedieron cosas que ahora voy a contar, tal como me asaltan la memoria después de setenta años.
Ese maldito irlandés estafaba a los dueños, les robaba: compras con sobreprecios, retornos, robo de botellas de whisky que después revendería, consumos inexistentes. Todo esto lo sospechaba mi tío, pero no tenía pruebas. Yo, personalmente, lo vi transar con algunos proveedores. Ahí comenzó el problema: el vio que yo lo vi y supo que yo vi como él vio que yo lo había visto ¿se entiende?
Entonces, me hizo la vida imposible. Si antes de eso ya me había tomado ojeriza, de ahora en más quiso asesinarme, simplemente. Lo supe desde esa tarde en que ordenó que bajara al lugar más oscuro del sótano. Hubo un estruendo de botellas y de pronto estaba sumergido en un metro de vidrio roto, todo cortajeado y, pese a todo, vivo. Fue Josuah el que me rescató, casi desmayado. No le dije nada, porque temía lo peor: que nos echen a los dos por mi culpa.
- Oye Denzel, cómo te has metido aca en este agujero. No te dije mil veces que no te andes por acá?- me retó el tío. Entonces lo vi sospechar. Por un segundo su vista se nubló y miró a Dick el Irlandés, casi atravesándolo de lado a lado con los ojos. Dick también lo miró amenazante, pero ahí terminó todo, por esa vez.
Quedó establecido que yo no aceptaría más órdenes extrañas del irlandés. Sin decirlo, se entiende. Dick entendió vagamente que yo estaba bajo la protección de Josuah y , entonces, se controló al tiempo que nos declaró la guerra. Un repliegue táctico para preparar un avance estratégico (esto lo aprendí años después cuando fui parte del Batallón Negro, en Normandía: éramos temibles y dejamos muy alto nuestro patriotismo, a pesar de todo. No nos olvidábamos del desprecio que el Loco Hitler le hizo a Jesse Owens en las Olimpíadas del 36)
Durante unos meses las cosas siguieron tensas pero sin llegar a mayores: la rutina de todos los días, los chismes de los meseros, la música celestial del Duke y yo poco a poco más crecido, más audaz. Tuve, entonces mi primer asunto con una clienta: una rubia algo borracha que se equivocó de puerta y se cruzó a la antecocina donde estaba yo preparando una bandejas. En ese momento estaba en pleno el show de los zapateadores y nadie prestaba atención a nada más que a ellos.
Pues la rubia me miró y me preguntó ahí mismo mi nombre. Sin terminar de dárselo me pidió un papel y lápiz y me anotó su número telefónico. Me hizo un mohín simpático y me tiró un beso al aire. Para mí fue como la gloria. Otro día contaré esa historia.
¿Recuerdan las rebeliones del verano del 67? Parecía que los EEUU ardían por los cuatro costados. Los guetos negros de Detroit o Chicago estallaban el llamas de rabia contra los polis anglosaxons. Yo mismo, ya hombre grande, alentaba esas explosiones sociales. No se qué nos pasaba: ya teníamos las leyes de integración y todo eso pero aun sentíamos el desprecio de los blancos y eso nos ponía locos. Algunos simplemente se pasaron de rosca, se deliraron y empezaron a hablar del poder negro como mejor al poder blanco, a sentirse superiores por ser negros, a creer que a los negros los había elegido Dios para quebrarles la mano a los blancos.
Por suerte eso terminó, y nos ganamos el respeto por lo que somos: seres humanos, como cualquiera.
Bueno, ese año de 1931 la rebelión negra comenzó en Cotton Club.
Fue, al fin, mi tío. El irlandés acababa de propasarse con una chica de limpieza: la había encerrado en un closet y trató de violarla ahí mismo. Pero Josuah, que lo venía observando, entró al cuartito, le pasó su enorme brazo moreno por el pescuezo y casi lo decapita ahí mismo. El irlandés aulló y con eso bajaron los dos tipos de seguridad, dos matones italianos, sólidos y salvajes . Sacaron sus pistolas y tiraron. Para qué. Todos nosotros, los negros del Cotton Club, los ayudantes de cocina, los camareros, los cocineros nos abalanzamos sobre los gordos y los aplastamos en un amasijo de brazos, piernas y cabezas golpeadas.
Debido al estruendo, bajaron los polis de vigilancia, los camareros abandonaron el salón y hasta alguno de los músicos del Duke se asomó para colaborar. No señor, jamás se había visto algo así: decenas de negros y blancos peleando entre platos rompiéndose, botellas estrellándose, bandejas metálicas sonando como campanas, gritos, palabrotas, aullidos y protestas.
No murió nadie de casualidad. Duke amenazó a los dueños con romper el contrato y el irlandés fue despedido. Ninguno de nosotros sufrió represalias.
Por primera vez un grupo de negros le había puesto un límite a los blancos. Nunca olvidamos esa lección: el poder a veces cambia de lado.

EPILOGO

Linda historia, ¿no? Pero falsa.
Dudé mucho en agregar este epílogo. Pero a los noventa años nada se puede perder y así quedará testimonio de la verdad.
Antes de morir, mi tio Josuah me confesó la verdad. Que no tiene remedio, dicen.
El habia denunciado a Dick ante los patrones, con el deseo de terminar con ese desgraciado. Pero los patrones, uno de ellos en realidda le dijo:
- Sí, lo sabemos, pero lo dejamos hacer. El nos tiene agarrados por un asunto sucio del cual tiene pruebas y nos amenaza.
- Y por qué no le hacemos una hermosa cama- preguntó mi tío-.Sabemos que el tipo ve una falda y se vuelve loco. Y que si su mujer se entera, lo asesina.
- ...y?
- Déjenmelo a mí.
Así fue como Josuah arregló con la chica para que ésta lo tiente al irlandés. Lo seguía, le hacía caritas, lo provocaba. Dick sabía que era peligroso hacerlo ahí, por los patrones, que eran muy estrictos en eso: nada de sexo en el Cotton Club, que no es un prostíbulo.
Pero ese día no pudo más, convinieron en encontrarse en el closet. Josuah, al tanto de todo, intervino y ahí terminó la fiesta, con esa falsa pelea. Las balas de los dos gordos italianos eran de salva...

El arreglo con irlandés consistió en no revelarle el asunto a su mujer, él devolvió esas fotos comprometedoras, se le dieron $5000 de compensación (lo que le alcanzó para montar un bonito Bar en Miami) y aquí no ha pasado nada.
Sic transtit gloria Mundi

Friday, December 07, 2007

El mercader

En ese tiempo dejé de ser una sombra y me convertí en hombre. Antes huía de mi Señor y de los curas que querían obligarnos a morir atados a la tierra. Yo prefería vagar por los bosques, comer frutos silvestres y orinar cantando a las estrellas. Claro que eso me convertía en un vago peligroso, en un hereje y en un bandido a los ojos de los señores. Pero yo prefería ese riesgo a vivir en las inmundas chozas campesinas, junto a gansos y cerdos, teniendo que labrar cuatro días en las tierras del Conde y solo un par de días en las propias. La gente moría a los veinte o treinta años, rodeada de mugre, chicos descalzos y malos aires.
Yo creía que Dios nos había dado los sentidos para más que eso: para escuchar el arpa melodiosa, para admirar una puesta de sol, para acariciar una piel y besar los labios de las muchachas. Y para embriagarnos con el buen vino y hartarnos de leche fresca, huevos, jamones, frutas y asados y mantecas y quesos. ¿Para qué Dios nos iba a dotar de tantos sentidos y deseos? ¿Para después arrancarnos del mundo a los pocos años? No tenía sentido. Dios nos quería alegres, y limpios, oliendo a rosas, enamorando a las mujeres jóvenes, criando niños felices. Disfrutando del trabajo y de la música. Y viviendo muchos años.
De modo que decidí ese año, creo que el de Nuestro Señor de 1223, ser libre. Sin amo, ni cura, ni gleba que me condene.
En los bosques conocí a viajeros que comerciaban de ciudad en ciudad y me uní a ellos. Cada cual tenía historias para contar, había mandolinas y se animaban a cantar. Aprendí entonces que la gente de la ciudad pagaba buenas piezas de plata por ciertas exquisiteces que podían conseguirse tras las sierras. Así que nos arreglábamos para informarnos donde había ciertas piezas de jamón especial, o ciertos paños maravillosos, bordados en oro. Juntábamos nuestros pequeños dineros y salíamos a recorrer los mercados de la región. Comprábamos esto y aquello. A veces la gente nos pedía noticias: les contábamos de que color era el prado tras la sierra, como se hablaba allá o acullá, qué canciones emocionaban a las jóvenes casaderas y qué modas lucían las ricas cortesanas. Nos pedían las mujeres entonces, paños como los de las nobles, joyas con piedras talladas, juguetes de madera, pergaminos para dibujar, carboncillos, hilos para cocer, especias, espejos cincelados, pequeñas esculturas de piedra, agujas.
Todo lo conseguíamos, o casi. Así que algunos de los nuestros, los más hábiles para elogiar sus productos o en seducir a las damas, comenzaban a enriquecerse: no sabían donde guardar tantas monedas. Temíamos a los salteadores, por lo que decidimos hacer como ciertos italianos de Florencia o Génova: dejábamos a buen resguardo el oro y, en cambio, llevábamos papeles con promesas de pago, pagares, talones, cheques, o como quieren llamarlos. Al principio, los poseedores de las mercancías no aceptaban deshacerse de los productos a cambio de esos papeles toscos. Pero cuando comprobaron que en los lugares y tiempos predichos se encontraban con sus monedas, el sistema comenzó a extenderse.
La palabra era sagrada.
Todo funcionaba por que nosotros, que éramos buena gente o nos convenía serlo (lo que es casi lo mismo) íbamos ganándonos el respeto tanto de vendedores como de compradores.
A veces, nacía una moda: digamos que se imponía el color azul en los vestidos. Corríamos hacia las ciudades donde sabíamos que los tintoreros habían hecho acopio de tintes azules y los adquiríamos. Íbamos entonces a los fabricantes de paños y le aportábamos el tinte, les comprábamos ingentes cantidades y vendíamos cientos de libras en las ferias de la comarca.
Algunos, ya cansados de tanto trajinar se establecían en alguna villa y se ponían a fabricar muebles o vestidos, o juguetes, o joyas. Empleaban a gente del lugar y se ponían a fabricar a nuestro pedido.
Los nobles y la curia de las villas nos miraban con desprecio: no debéis traficar con dinero, nos decían. La Iglesia prohíbe la usura. Es que algunos de nosotros, también cansados de tanto viaje se ofrecían a resguardar el dinero en sus residencias, bien vigiladas. Para que las monedas no se durmieran, las prestaban a gentes con ideas de comprar allí y vender acullá, a un interés. Como la Iglesia comenzó a excomulgarlos, el asunto fue pasando naturalmente a manos de los únicos a los cuales no se los podía excomulgar: los judíos.
Los judíos, además, poseían algunas informaciones muy valiosas de lejanos países. Viajaban mucho, tenían conocidos en todas las aldeas y una red de contactos en las cortes, castillos e incluso, abadías. Como eran temerosos de los señores exageraban su docilidad. Eso los convertía fácilmente en víctimas de la sospecha: tras esos buenos modos, tras el estricto cumplimiento de la palabra se escondía, quizás, la llama de Satán. Pero eso, a nosotros, poco nos importaba. Aceptábamos gustosos sus préstamos, comprábamos, vendíamos y pagábamos el interés. Y todos tan felices.
Pero a los buenos tiempos siempre le sucedía la desgracia: la guerra o las pestes, a veces trabajando juntas. Los señores se aburrían y su único solaz era la guerra. A veces con justa causa, otras solo por un capricho. Los curas bendecían las armas, la leva se llevaba a los jóvenes y los caminos se cerraban. Ya no podríamos llevar estos paños a la otra Villa. Los meses pasaban, perdíamos el contacto, otros comerciantes entonces nos desplazaban de las plazas habituales y perdíamos mercados. Odiábamos la guerra. Eso nos hacía, en opinión de los señores, cobardes. Cobardes judíos, gitanos, desplazados, marginales, escapados de la gleba o del ejército: la hez de la Humanidad estaba alumbrando un nuevo tiempo. No lo sabíamos en aquellos días. No había cronistas para registrar esas andanzas. Creo que nadie lo sabrá en el futuro.

Friday, October 26, 2007

Opciones de vida

En mi reino nada es siempre igual. Los Sabios Antiguos han elaborado un Código Personal, que le corresponde a cada individuo, en el que figuran, año a año, sus obligaciones y actividades. Si nace el individuo 12.345.798 (se mantiene una numeración consecutiva desde El Primero, quizás nacido hace tres mi años) los Secretarios consultan al Código de infinitas páginas y dan con el mapa de ruta de ese, y de ese solo, individuo.
Por ejemplo, a algunos la Ruta Personal los obliga a ir a las minas de carbón un año, viajar como rico durante otro año, ser juez, actor, prostituta, ermitaño, estudiante de arquitectura, lector de Aristóteles, actor, narrador, buzo, burócrata, funcionario, militar. El orden de las actividades y profesiones es elegido por el individuo, pero le está prohibido alterarlo: si elige ser Ministro de Economía por un año, no puede renunciar por incapacidad manifiesta a los seis meses. De modo que uno es libre, pero debe atenerse a las consecuencias de su elección. Además es imposible zafar de lo más bajo de la escala social (vagamundos, ladronzuelos, changarines desocupados) o de lo más encumbrado.
Algunos eligen ir de menos a más: prefieren los peores trabajos al principio y llegan a la vejez en la cumbre, rodeados de riquezas o prestigio. Otros eligen disipar su juventud en los más desenfrenados placeres y reservar la seca vejez para sufrir la soledad o la miseria. Otros se dejan llevar por el azar.
El Gran Juego consiste en vivir la mayor cantidad de experiencias posibles: el amor y la soledad, la fama y el olvido, la riqueza, el honor, la valentía, el hambre, la gula, el desenfreno, la responsabilidad, el poder, el asombro, la belleza, el odio, los celos, la esperanza, la decepción, el engaño, y hacer todas las cosas posibles: pintar, esculpir, torturar, matar, amar, engañar, gobernar, construir, escribir, cantar, callar, rezar. Todo es necesario, todo vendrá en uno u otro momento, todos están expuestos al cambio perpetuo y azaroso. Este año uno puede ser el sultán con un harén a su disposición pero el año que viene podrá optar entre ser escalador de montañas o monje de clausura. Hacia diciembre, hay que consultar la Ruta Personal en la Oficina de Registro del Reino y elegir el destino del próximo año. A veces, algunos optan por el suicido (una posibilidad siempre presente, y respetable como cualquier otra opción)
De más está decir que los proyectos son imposibles. Nadie puede planificar su vida, dedicar cinco años a estudiar medicina , tres a prácticas en el Hospital y luego treinta o cuarenta años de atender pacientes. Ese es un horizonte imposible en mi país. Los médicos se forman en tres meses y ejercen los nueve restantes.
Todo nace y muere en un año, cada año es una carrera, una vida entera, un desafío distinto y un dolor o una felicidad diferente.
Vale la pena vivir en este país. No hay economía, ni estado, ni familia: solo intercambios esporádicos. La gente se casa y tiene hijos, pero pocas parejas resisten tanta mudanza y los hijos finalmente son criados en guarderías del Emperador, que es la única Institución permanente.
Rige la teoría de la Identidad: Emperador es Dios en la Tierra. Solo Él mantiene la continuidad del Reino Mutante. Sólo él se preocupa del futuro, tiene proyectos y ejecuta planes.
A veces quisiera renunciar a esta carga de ser Dios y elegir ser músico ambulante o marinero, o poeta o médico, o minero, o maestro, o...

Saturday, October 13, 2007

La forma

Cualquiera que tenga forma puede ser definido,
y cualquiera que pueda ser definido puede ser vencido.
SUN BIN


Ese fue exactamente mi problema. Durante años traté de romper los límites entre mi ser y mi entorno, diluir las líneas, abrir mi piel, penetrar y ser penetrado por el exterior, romper la polaridad adentro-afuera.
Sé que algunos resultados obtuve: los centinelas del Rey me ignoraban y aprendí a traspasar los muros de la Ciudadela y observar al Rey en sus habitaciones y enterarme de los secretos en la Sala de Situación.
El problema fue que la vi, una noche de Luna llena y caí rendido ante su belleza. Era como un ángel pero lleno de deseo, para nada ingenua o pacífica. Se la veía como una yegua dispuesta a triunfar en el mundo, a ser una reina inalcanzable, una nueva Nefertiti.
Así que decidí ahí mismo tener una forma concreta, la más atractiva posible para seducirla. Me transformé en un gladiador nubio, un tipo alto y poderoso, de piel oscura y rizos plateados.
No pude ver a los centinelas que se abalanzaron sobre mí y me tienen, quizás de por vida, en esta mazmorra donde languidezco recordando su rostro.

Sunday, September 09, 2007

Gloria

Nos mirábamos, de vez en cuando, y nos hacíamos una pregunta callada: ¿sobreviviríamos?
El Ejército y la Marina unidas nos bombardeaban sin cesar. En nuestras pequeñas cuevas apenas podíamos aguantar el olor a carne quemada que entraba desde las grietas. Los lanzallamas barrían las trincheras, achicharrando carne humana, aterrorizándonos. Era el infierno, ese que sabíamos que nos acechaba desde el comienzo de nuestra gesta.
Pero nuestras ideas, nuestros objetivos, nos mantendrían aun enteros, pese al miedo. Nadie cedía, nadie levantaba la bandera blanca.
Cada vez sonaban más cerca los tiros de ametralladora. La infantería debía estar avanzando después del bombardeo y las llamas, para terminar la tarea.
Nos juramentamos, sin hablar, a resistir tanto poder.
Recordé mi granja natal, el rostro de mi novia, las manos de Mamá. Y salí a enfrentar, en un último y desesperado esfuerzo de resistencia al monstruo que nos invadía: El ejército de los Estados Unidos acá, en Normandía, el 6 de junio de 1944. Moriría con gloria, en honor al Fuhrer.

Monday, September 03, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (6)

Expediente de Crisis



1-Antecedentes
El dicente afirma haber sido asaltado en reiteradas oportunidades en los últimos 5 años, haber sobrellevado una serie de desórdenes psicosomáticos de origen desconocido, consistentes en abruptos sobresaltos que cortan el sueño, palpitaciones, ahogos, etc., diversas desgracias financieras y laborales, en el marco de una pronunciada desilusión producto de la recesión económica y ahora política en que se ha hundido el país, acompañada por un contexto internacional endurecido a partir de los atentados de Nueva York. Como dato adicional aporta su fecha de nacimiento que indica que el dicente ha sobrepasado la frontera de los 50 años, hecho que explicaría buena parte de sus desvelos.

2- Noticia
El dicente dice haber encontrado una fórmula eficaz, por no decir infalible, contra todos los pesares del mundo.
Se niega sin embargo a divulgarla, por temor a no encontrar la respuesta adecuada en las autoridades casi inexistentes de su país. Sin embargo, en su círculo de amistades ha comenzado a crearse una fuerte presión dirigida hacia su persona. Recibe a diario decenas de llamados rogándole que devele el secreto. De su círculo más íntimo, los llamados han ido extendiéndose en forma exponencial, ya que el uso del email ha permitido que la opinión publica nacional e internacional se entere de su oculto tesoro y presione para que cese el misterio.
Harto ya de tamaño escándalo, el dicente ha decidido declarar ante escribano y por medio de una ciberconferencia a través de la web en los sitios Yahoo, Terra y afines, el contenido de la fórmula secreta.
En el momento de iniciar dicha ceremonia, ante millones de ojos y oídos, ha puesto como condición el cese inmediato de toda forma de, dice (textual) “ discriminación, violación de derechos humanos, sobreexplotación de recursos naturales, abuso financiero, prepotencia armada, explotación de grupos humanos por obra de otros grupos humanos” y, agrega (textual) “ el reconocimiento de las limitaciones del ser humano, la finitud de la vida, el abandono de toda vanidad, “ y una larga serie de buenos deseos.

3. Desenlace
Declarado insano, puesto en vigilancia y por último recluido en el hospicio, se le asigna celda en pabellón nº 3 y se declara el fin de su incomunicación.
El dicente afirma que su intención fue buena, que no quiso perjudicar a nadie, obró con buena voluntad y que volvería a hacerlo. Agrega “ las condiciones que puse...eran la receta mágica. Encontré el modo de divulgarla a todos los rincones del Mundo.”

En Buenos Aires, 11 de noviembre de 2001
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Firma del Dicente Firma de Autoridad competente
©2001
(Publicado en Badosa. Com- julio 2003)

Wednesday, August 22, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (5)

El nuevo Aleph

No voy a rescribir el cuento de Borges. Todos nosotros, argentinos de clase media, en el bachillerato, leímos alguna vez El Aleph, así como los Cuentos de la Selva de Quiroga. No sé si sirven para despertar vocaciones literarias esas lecturas obligadas en las tardes interminables del secundario. Pareciera- a mí me lo parece- que en esas tardes nada se despierta: ningún amor a la ciencia, a la geografía o al francés. Solo las ganas de escapar, escuchar el timbre del recreo y, sobre todo, el que anunciaba la libertad completa, a las seis de la tarde.
Entonces, Cortázar o Borges nos sonaban como partes de esa cárcel incomprensible, ese claustro donde perdíamos las mejores horas del día.
Bueno, pero ahora quiero volver a ese viejo recuerdo, al cuento que García leía una y otra vez mientras yo dibujaba caritas en los márgenes de la hoja y López o Mosquera boludeaban en voz baja.
Creo recordar - nunca volví a leerlo- que el protagonista del El Aleph estaba enamorado de una que se muere, y que sigue visitando la casa de un amigo común de la señora. El tipo era poeta de barrio, italiano (algo tenía Borges con los italianos, no me lo va a negar: al tano Fabbri –padre facho- siempre le parecía que el fino de Borges despreciaba a los tanos. No sé. Yo como judío no tengo nada contra el escritor; al contrario, recuerdo que Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo. Y que Don Jorge metía personajes judíos que, extrañamente, no eran pícaros comerciantes como esos del Cid Campeador, que el tipo los engaña: el colmo del piola: cristiano canchero engaña a judíos pícaros...esa fue la verdadera hazaña del Cid y la comete, recuerdo, en el primer capítulo... ja)
Bueno, a lo que iba. El pequeño poeta italiano de barrio insiste en competir- ni más ni menos- con Borges y le tira versos insufribles, pedantes, cursis y anticuados. Hasta que le larga el Secreto: su fuente de inspiración está en el sótano. Es un lugar, una esfera que condensa toda la realidad, así como suena. El Todo está ahí, visible desde todos los puntos de vista.
Ay ay... ahí hay cosas que el pobre Borges nunca hubiera querido ver: su inmaculada y casta novia muerta, encamada con el tano poetastro, en una visión horrorosa que anula la capacidad del escritor para seguir contando qué maravillas del mundo se veían en el Aleph. Ahí termina el cuento, creo recordar yo: un amargo final. Pero nos quedamos sin más Aleph. Se termina el cuento, el tipo putea porque ve a su amada en plena encamada... y nada más.

Pasaron cuarenta años.

Borges murió, lo mismo que el tano poeta, con lo cual ese trío, reencontrado en el más allá no sabe que ha estado ocurriendo en el más acá.
Acá ocurrió Google, por ejemplo. Muy poco poético. Nada que ver con El Aleph, ¿no? Yo como moishe algo inculto, hecho en la calle Juan Be Justo (agencias de autos usados, alguna mesa de dinero, un negocito en galería de barrio para Nancy-mi señora- y los hijos al Schule), digo, tengo que terminar ese cuento inconcluso, ahora que El Aleph existe y se llama www.maps.google.com

Seré inculto, pero tengo ojo y lo que se ve desde ahí arriba es – lo sé- exactamente como Dios ve las cosas, como los ángeles del cielo las observan. Yo, maravillado, con bronca por no haber leído más a Borges, alejado de la literatura en las tediosas sesiones de lectura culta del Cole, digo: me faltan las palabras para describir el Todo que se ve desde maps.google. Lo invitaría al Escritor o, al menos, al poetastro para que echen una ojeada por la pantalla y vean, como estoy viendo en este momento, las olas rompiendo en el Cabo de la Buena Esperanza, la playa, las rocas del confín sur de Africa. O como hace un rato, el Kilimanjaro nevado, desde arriba, como Dios ve las cosas, o como los ángeles. Ahora, en mi casa, no en un misterioso sótano de Constitución, sino acá mismo, en mi casa de Paternal veo el suburbio triste de Ciudad del Cabo, casas minúsculas- celestes- con jardines mínimos, pelados: casas de negros pobres. Vi ayer Río desde el cielo, y me pareció que el paraíso estaba ahí, a mis pies: subí la falda del Pan de Azucar y vi los veleros en la Bahia de Guanabara.
Ahí está todo: el agujero que dejaron las Torres Gemelas en la punta de Manhattan; el puente que une Europa y Asia; los barcos llenos de contenedores en el puerto de Buenos Aires; los aviones en la pista del aeropuerto de Estanbul; las columnas de Piazza San Marco... no puedo seguir: me faltan las palabras. Invoco a Borges y quizás él me sugiera un final adecuado, como este, quizás:

Una noche, muy tarde, después de años de escudriñar cada metro de nuestro planeta, creí ver algo moviéndose. Imposible, porque se trata de fotos satelitales. Sin embargo...
Luego, una tarde de verano de 2008 noté como se movía un barco cruzando el Bósforo. Fue un segundo o dos.
Ahora, en 2020 sigo empeñado en mirar, no hago otra cosa que mirar: conozco casi de memoria la cara de los doce mil millones de personas que habitan La Tierra, veo cada tanto pequeños estallidos, accidentes, naciones que nacen, islas que aparecen de la nada. Y lo sigo extrañando a Borges. No puedo encontrar las palabras para describir lo que veo.
Sobre todo, cuando- lo anoto todo ahora- el doce de abril de 2018 me vi a mí mismo mirando El Aleph, en Fragata Sarmiento y Juan Be Justo. Y asesinando, como lo hice, a Nancy. Dios me perdonará: esa ignorante mujer mía insistía en que deje de mirar el Todo, desde el puesto de Dios. La insensata estaba celosa de Él.
De Mí.

(publicado en Revista Letralia (www.letralia.com), noviembre 2006)

Saturday, August 04, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (4)

Cosmología de aldea
(Publicado en revista Almiar, Numero Especial V Aniversario, julio 2006)




Soy el tonto de la aldea, o de la tribu, para ser más preciso. El brujo Awaca dice que no valgo para nada, solo para molestarlo con preguntas raras, y las más extrañas teorías.
Como soy tonto, nadie me ha enseñado nada: ni cazar, ni recolectar frutos , ni cocinar , moler mandioca o hervir mazorcas, ni hacer cestos ni mucho menos, a construir casas o reducir las cabezas de nuestros enemigos, los malditos Gaguguros, que viven del otro lado del Gran Agua Mississipia. Nadie pierde el tempo conmigo.
Así que no hago nada: solo pienso. Miro el mundo y pienso.
Y le hago preguntas al viejo Awaca, que pese a poner cara de fastidio, me tiene cariño a su manera, brusca.
-Jefe, le pregunto, usted dice que el mundo siempre existió no?
-Si, Wacato
-Y que los dioses crearon la serpiente, la hicieron copular con la tierra y de allí nacieron los cangrejos .Y que un cangrejo copuló con la diosa Atwacaca y de ahí salio el primer Hombre Valiente, no?
-Si
- Y que la Luna y el Sol son hijos de la Madre Tierra
-Si
-Mire esto.
Agarré un guijarro, lo arrojé a la quieta laguna y entonces hubo una agitación en el centro del agua y de ese centro emergieron círculos perfectos que se alejaban sin deshacerse, cada vez más hasta casi desaparecer en la grandura.
-Y?
-Eso fue lo que pasó, pienso; un enorme dedo como la piedra que arrojé, quebró una vez la tensa película invisible del Espacio, que era como el agua quieta de la laguna y allí nació el Universo: se hizo visible, se desgarró la tela tensa que existía, que esperaba solo la ocasión para explotar en un Gran Ruido. Eso es el Universo: las ondas circulares que se alejan de la explosion inicial; y en una de las casi infinitas gotas estamos nosotros, El Mundo y los Hombres Valientes.
-Estás mas tonto que de costumbre, Wacato. Además, en la laguna ya no se mueve nada
-Es que no entiende las escala viejo- con todo respeto-: en el cosmos esto sigue ocurriendo desde hace incontables lunas; estamos viajando por el espacio, desde hace millones de millones de lunas.
- Ve a hacer tu penitencia y que no se hable más por hoy

Me quedé con ganas de exponerle otras teorías raras de mi cabeza, a saber

Uno, que es tonto suponer que la Tierra parió al Sol y que éste gira alrededor nuestro. Me parece que es al revés: el que tiene la luz tiene el poder; el Sol es el que manda aquí, es evidente. Ni nuestra Madre Tierra ni la Luna, son fuentes de luz y calor: son hijas del Padre Sol. Giran, imagino, a su alrededor como pollitos a su Gallina.

Dos, somos hermanos de la Luna (que no es un plato llano sino que -se nota por las sombras-, es como un durazno, redondo) Por lo tanto, nuestro mundo no es plano como piel de Búfalo, tal como lo dibuja Awaca, sino pleno como la Hermana Luna. Creo que puede ser recorrido para todas partes y que, seguro, hay mucha más tierra más allá del Gran Agua Salada donde desemboca el Gran Agua Dulce.
Nadie vio qué hay más atrás de las Montañas Madres del Agua Dulce pero imagino que habrá un Agua Salada grande y Pacífica. Si no nos preparamos, creo que es posible que algún día llegue a esta llanura gente distinta proveniente vaya a saber de qué tierras, y estemos en problemas.

Tres, que de ninguna manera los Hombres Valientes descienden de los cangrejos, sino que, supongo, todas las formas animales y las plantas, los infinitos insectos, búfalos, cerdos o tapires provienen de un pequeño Núcleo Originario. Así como el Universo proviene de un Gran Ruido primero, la vida proviene de una pequeña gota de gelatina o de grasa, un Pequeño Huevo inicial.
Y creo que algunos animales muy grandes- de los que a veces recogemos huesos- han desaparecido ya. Habrán habido muchos animales desconocidos, seguro, antes que los Hombres Valientes llegaran al Mundo. No fuimos los primeros.

Tengo más teorías (sobre cómo exactamente unas especies cambian a otras, a largo de los añares; de cómo fundir hierro para fabricar lanzas; de cómo calentar agua y usar ese vapor para mover cosas fundidas en hierro, redondas como lunas; de cómo calcular bien las superficies de los terrenos para evitar problemas en las herencias; y de cómo hacer para curar algunas enfermedades que nos diezman, entre otras)
Pero, por ahora me las guardo en mi tonta cabeza o, mejor, las escribo en estos pergaminos que escondo en la Piedra. Quizás algún día tengan importancia.

(Dicen las leyendas que un Pergamino fue hallado por un vikingo de los de Eric el Rojo, quien lo vendió a un anticuario inglés en 1254. Fue hallado en Génova hacia 1480, y vuelto a perder. Galileo, dicen , guardaba copia de él; y Newton; y Darwin; y Marx, y Freud; y , cuándo no, Leonardo Da Vinci. )

Wednesday, July 25, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (3)



Un domingo en Rafael Calzada

(4º Premio, Certamen de Cuento 2003, Editorial Mis Escritos, publicado como “Bar de Estación” en Badosa.com)

Llamarse León Kaplansky, ser blanco, casi lechoso y lleno de pequeñas pecas, calzar lentes, caminar lento y con los pies abiertos y ser bastante gordo, fueron motivo más que suficientes para saber que en el Bar de la Estación llamaría inmediatamente la atención.

Mi buen amigo León, curioso e ingenuo fotógrafo dominguero había tomado un tren cualquiera y se había bajado en un rincón al azar, de lo que en la jerga es el GBA, el Gran Buenos Aires, el Conurbano, el suburbio: José Mármol, Rafael Calzada o El Tropezón, qué importa.

Eran las cinco de la tarde de un domingo de partido y los muchachos estaban en el Bar, escuchando la radio, gritando a cada jugada de ataque, riendo, gozándose unos de otros cuando había un gol, un expulsado o un tiro libre.

En eso, entró el gordito, cargado con cámaras, lentes y cartera colgante. Un espécimen. Un absurdo contraste (ejemplar urbano de clase media con hobby de fotógrafo, sólo en un domingo de sol, entrando en un bar de suburbio, oscuro, oliendo a pizza y hamburguesa, habitado por una barra excitada).

Se sentó en la mesa de la ventana, mirando el paisaje de chapas oxidadas, vías, viejos carteles de publicidad anunciando cursos o vinos de marcas ignotas, gomas viejas, un carro sin caballo, un muro, unas casillas ferroviarias, una especie de huerta mal atendida, calzones y remeritas de colores secándose al sol.

Pidió un café, bebida extraña en aquellos parajes donde reina el mate y en los bares solo se gasta en cerveza, vino o gaseosas. Le dieron un líquido negro, tibio, recalentado. Lo tomó con resignación, ya arrepentido por haberse atrevido a entrar en el boliche y preocupado porque encontró unas miradas de complicidad que se cruzaban unos y otros, de una punta a otra del salón.

La primera miguita le pegó en la oreja. No se dio por enterado, interesándose vivamente por la vista que le ofrecía la ventana. Acomodó algunas cosas, apuró la taza con el líquido amenazante y se dispuso a pagar y salir de allí.

La segunda fue como un obús. Imposible ignorarla. Miró con gesto de asombro y desprecio, buscando la mano del culpable. Recorrió, desafiante, las mesas del bar .

A medida que iba encontrando miradas vacías y alguna risa contenida, empezó a planear la respuesta.

Miraría hacia la calle, esperando otra miguita. Sin que nadie lo note, abriría la cartera colgante. Sacaría la Bersa 22 y allí comenzaría la fiesta.

Primero apuntaría con calma a aquel petiso que sonreía cachador, le tiraría entre los ojos mientras los otros aullarían de sorpresa. Los mataría uno por uno, sabiendo que el terror los paralizaría, dándose tiempo para apuntar. Uno, al corazón; otro, a la cabeza. Las pequeñas 22 entrarían en esos cuerpos sin demasiado escándalo: la sangre no chorrearía por el piso, pero los cuerpos caerían uno a uno, desarmados y muertos.

A los más flojos, los que se esconderían tras el mostrador, los dejaría para después. Quería oirlos gemir de miedo, esperando su final.

Otra miga pegó en su frente. Abrió la cartera y tanteó la pistola, la sacó de un tirón y apuntó al petiso.

El estómago se le derramó por dentro cuando recordó que la caja de balas estaba en su mesa de luz, intacta, sin abrir, que en el apuro por salir olvidó cargar la pistola; pensó : que boludo que sos León, que tenía miedo y que los indios ya se le venían al humo y que no quisiera morir en Rafael Calzada, un domingo de sol, sólo, blanco y con pecas, mamá...

©2002

Friday, July 06, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (2)

Despertares

Digamos que uno se despierta. Boca seca, hedor en el aliento, garganta áspera, sueños recientes que se desploman en el olvido apenas intentamos retenerlos. La alegría nunca confesada de haber sobrevivido a una noche más.

Imaginamos un despertar en Sumeria hace 4.000 años. La noche llena de aullidos de lejanos lobos ya pasó, lo mismo que el temor de lanzas enemigas silbando cerca, o los golpes en la puerta de la guardia real exigiendo el pago de algún tributo, una leva para lejanas guerras o, simplemente, el deseo urgente del capitán de gozar la carne cálida de alguna mujer de la casa. Una noche más quedó atrás. Lo que permanece, sordo y pertinaz, es el temor y, lo que es peor, el temor a nombrar al temor. No hay, siquiera, el exorcismo de la palabra, para aventar los miedos de la noche.

Los niños, que desconocen esas reglas, duermen abrazados a la madre. Se han colado al lecho materno en cuanto el primer sueño malo se adueñó de sus almas, en busca de consuelo.

Cuando despierten preguntarán por qué los monstruos los amenazaron durante la noche, qué mal hicieron, en castigo de qué faltas sufrieron el terror y la soledad de la pesadilla.

No es nada, sólo sueños, dirá la madre. Sonreirá y recordará sus propios interrogantes, la respuesta de su madre, y la de la madre de su madre y abrazará aún más fuerte a sus críos.

©2001

(Publicado en Badosa.com- diciembre 2001)

Saturday, June 30, 2007

CUENTOS PUBLICADOS (1)

Las fosas

(publicado en www.thebarcelonareview.com enero de 2006)



Enterrar diariamente a cuatro o cinco cuerpos no es lo malo. Lo peor viene cuando hay que aguantar ese sol de trópico, a las tres de la tarde, las moscas verdes pegoteadas a la piel, volando de cuerpo en cuerpo, traspasando sudores de uno a otro, de muertos a vivos y tu ahí, chico, sin poder darles su merecido, firmes, aguante soldado, el sargento tieso escrutándote las intenciones. Ese cabrón sabía leer el pensamiento, o peor, lo que está antes del pensamiento: te sabía leer el dolor de estómago, las palpitaciones del ánimo, las ganas de largar todo, escapar, dejar esa locura.

No me pregunten qué hago aquí, en el peor lugar de la tierra a mis dieciocho años. Voluntario enganchado al Ejército, convencido de la causa nacional, desocupado, quería salvarme de una muerte segura a manos de la Mara, o de algún policía loco, de los que abundan. Así que me conchabé en la milicia. Quizás haya cosas peores, pero al poco tiempo supe que debería escapar de allí, irme al mismo infierno que seguro es mejor que éste.

Solo, sin cumpas para entretener las horas de la tarde, en un barracón abandonado -el sargento Díaz duerme en sus propias habitaciones- escuchando los gritos de animales para mí ignorados, las horas no pasan nunca. Soy bicho de ciudad- si a San Javier se le puede decir ciudad- y me gusta la salsa, la cerveza y el ron, las mujeronas -sobre todo las de más de treinta, expertas y seguras- y el merengue; pero mi vieja pide pan desde que murió el Papi y acá estoy aguantando todo por la paga que le envío mes a mes a la pobre.

Tuve que aprender mucho acá: afilar machetes, aceitar y cuidar los rifles, lavar la ropa, plancharla con un fierro a las brasas, cocinarme unos guisos horribles, casi sin especias.

Y a enterrar cuerpos. No me pregunten cómo, pero aprendí.

Al primero lo enterramos una mañana de marzo. Entrecerrando los ojos, apenas viendo tras las pestañas, lo arrojé con la ayuda del sargento a la fosa. Quedó quieto, desarmado como un muñeco vencido y con una sonrisa en la cara. Yo apenas miraba por terror a que me guiñara un ojo, me saludara desde el más allá o, peor, me invitara a acompañarlo.

- Me dan miedo los muertos, mi sargento -le dije a Díaz en cuanto pude.

- Pendejo desgraciado, te puedes ir acostumbrando a ellos porque a partir de ahora los verás de a docenas, todos los días, de ahora hasta el dos mil diez, já!

Se fue riendo. Y ahí le grite:

- Y usté, mi sargento, cómo aguanta

Me miró como a un mosquito molesto

-Y a usté qué le importa, pendejo insolente. ¿Quiere que lo mande al calabozo, soldado? Me limpia ya mismo el cobertizo.

Lo peor, insisto, son las moscas: verdes, grandes, moscardones pesados o chiquitas, como las de la fruta. Se meten por las fosas o la boca entreabierta, descienden al abismo de la muerte y, según supe, dejan su carga de huevos de los que emergen miles de larvas blancas que devoran la carne de adentro afuera. Las muy sucias suben después a lavarse sus patas entre tus pelos, a dejar sus cagarronas en tu piel y, si te descuidas, alguna larva lista para devorarte de adentro afuera.

Me contó el sargento que rocían la carne con un ácido para hacerla papilla, así sus malditos hijitos gusanitos la mastican con facilidad. Se hace una sopa olorosa, chorreante que deleita a las guarras y ese olor las atrae por millares desde todas partes. En pocas horas esos cuerpos hasta ayer vivos, se hinchan de esa sopa pútrida, de larvas, huevos y moscas y ofrecen el espectáculo más inquietante de la naturaleza.

Ahora soy experto. Puedo relatar lo que sucede hora a hora con esos cuerpos, como avanza el proceso, como van llegando ansiosas las mamás moscas a depositar sus crías, como a las pocas horas comienza a hincharse el cuerpo y a moverse, temblando casi con vida, por efecto de millones de gusanos devorando la carne muerta.

Sé cómo la muerte no es nada en comparación con la indignidad que sobreviene a las pocas horas.

Sigo. Quiero, necesito irme de “Las fosas”, como se llama este pozo. Para conseguir un traslado le escribo a la vieja cartas relatando esto con todo detalle. Si consigo horrorizarla puede que cambie de idea y prefiera para mí otro oficio. Por ahora no consigo más que quejas: “José, no vuelvas a escribirme otra de las tuyas, que me da palpitaciones y casi me matas de la impresión.”

Esto me confirma que voy por el buen camino: si logro convencerla de que este es el peor lugar de la tierra, de que aquí la muerte se me ha metido por los ojos y las narices, seguramente intentará que me cambien destino, a una oficina o un taller militar.

Hace dos días decidí escribirle mi obra de arte.

Como los caballos que enterramos acá en las fosas se nos han terminado, hacía tiempo que extrañaba un poco de acción para relatarle a la vieja. Por eso maté al sargento con un certero golpe de machete –estaba muy bien afilado- mientras dormía en su habitación. Esperé un par de días antes de arrojarlo a la fosa. Quería que su olor recorriera el bosque, a fin de atraer a decenas de miles de cabronas moscas.

Ninguna faltó a la cita.

Dieron un espectáculo magnífico, que supe relatarle a la vieja en la carta que acabo de enviarle. Sé que conseguiré, ahora, el traslado.


Wednesday, June 06, 2007

La Fábrica Estatal, Final

Nunca me había fijado en ella. Claro, era solo una niña, convertida de pronto en una mariposa espléndida de dieciocho años, Eliana: una vecinita cualquiera. Hasta ese día.

Yo vivía en lo de mis padres. Ni noticias de Dora y, menos, de Celia. Tantas crisis, tantas miserias, quién se acordaba del amor, esa cosquilla. Comía leyendo a Bakunin, leía manuales prácticos de explosivos, discutía en el Bar con Pedro o Paco, volvía a casa, acompañaba a mi viejo a su trabajo en el Almacén. Y de pronto, la vi., mirándome.

Con su breve falda, su camisita de manga corta y sus sandalias. La desee ahí mismo como animal. Tendría que revestir la frase anterior, humanizarla: “sentí inmediato amor por esa criatura que parecía venir de otro cielo”.

Era de otro cielo, como si los grises de la realidad, la presencia de la Fábrica, las sucias calles de la Ciudad, el humo oloroso que nos envolvía no existieran o fueran solo recuerdo en su presencia. Iluminaba. Eso sentí y, creo, ella lo supo desde el primer momento.

Me es difícil hablar de amor, un sentimiento que nació en esa mañana, al verla. Como si siempre hubiera estado ahí, agazapado, el amor me enseñó inmediatamente su lenguaje. Me fue fácil, no hubo torpeza. La invité a caminar, hablamos, nos reímos de todas las tonterías que aparecían, reales o ficticias. Me cosquilleaba el cuerpo, sentía que mi vista se llenaba después de tantos meses de usar solo la cabeza, que mis ojos dominaban a mi mente. Era ella la que ocupaba mis ojos.

La besé sobre el paredón del Club, mientras el Sol se ponía.

Llegué a casa, excitado y feliz, en una gloria llena de planes. Me tendría que buscar un nido, un lugar para compartir con Eliana. Conseguir el divorcio, conseguir un trabajo acá o en otra ciudad, ir hasta el fin del mundo con Eliana. La vida se me presentó de pronto como una pizarra, un espacio infinito para llenar con líneas, rumbos potenciales, estaciones futuras, sueños aun no soñados.

***

Sonó el teléfono. Era Celia que quería que nos viésemos. Pensé en sus pechos y le propuse vernos en su pequeño departamento.

- Quiero que volvamos a vernos- me dijo tras el sexo.

- Cómo, ¿no era que estabas muy bien con tu jefe? – le pregunté.

- Está como loco, pensando en irse.

- Casi no tiene trabajo, ¿no? con La Fábrica a media máquina.

- No, no es eso. La contaduría sigue trabajando como siempre.

Se hizo un silencio. Sabía que el motivo de su llamada tenía que ver con algo más que ganas de tener un buen polvo.

-Me enteré de algo- agregó. Parece que el Supremo decidió cerrar La Fábrica.

- ¿Y como lo sabes?

- Leí unas notas del Jefe. Le pregunté al pasar si querían cerrar. Tartamudeó algo y se me ocurrió que había dado en una tecla gorda, muy gorda. Parece que el Ministro de Producción le está serruchando el piso al Ministro de Defensa. Y que una de las piezas clave de Defensa, La Fábrica de El Producto, debe pasar a la órbita de Producción. El Ministro de Defensa se la quiere entregar…pero muerta, vacía, sin tecnología, ni insumos: está desguazándola en vida. Por eso cada vez menos trabajo, más desocupados.

- Y por qué me la cuentas a mí. Uno de tus ex amantes, solamente.

- Espera Leo, yo…te quiero aunque no me creas. Y quiero que nos veamos más a menudo. Eres muy dulce y muy lindo. Muy joven. Pero yo…necesito una seguridad, a esta altura de mis treinta años, que no puedes darme. El Jefe se divorció y me ofreció matrimonio. No está nada mal la oferta.

- Hablas como si estuvieras en el mercado

- Y lo estoy. Tengo un cuerpo atractivo por diez años más. Es lo único que tengo que el mercado valora. Soy perito contable, me olvidaba: 300 pesos al mes. A los cuarenta nadie me buscará. Seré una oficinista del montón. El mercado hoy me paga un matrimonio. Vendo.

- Cling. Caja.

- Ja! Ven, hagamos otra vez el amor, niño lindo.

***

Se vio a funcionarios de alto nivel llegando a la Ciudad. Corrió el rumor de que había planes de relanzamiento de la producción. Esto esperanzó al menos a las madres de muchachos que veían así cierto futuro, al menos. Los viejos, mayores de cuarenta, solo juraban e insultaban.

Los robos se multiplicaban, se hurtaban comida unos a otros, las patotas incomodaban a los vecinos, les robaban bicicletas, ropa. Las mujeres habían organizado comidas comunitarias, donde cada una aportaba algo a la olla común, y se servía un puchero espeso, mezcla de todo tipo de semillas, pastas, verduras, hortalizas, carnes, embutidos.

Los más audaces exploraban la comarca en busca de trabajo. Algunos campesinos aprovechaban la abundancia de manos para contratar trabajos menores por dos pesos. Al fin de la jornada los trabajadores ahora rurales volvían con sus moneditas a comprar algo al mercado.

Otros empacaban sus cosas y se marchaban para siempre. Sin mayores explicaciones, con una promesa de futuro en la otra punta del país, se alejaban los emigrantes: sus hijas llorando a sus novios, las mujeres dejando a sus amigas de toda la vida.

En poco tiempo la Ciudad estuvo en silencio, con pocas gentes con ánimo para conversar o tomar el sol en la vereda. Hasta los chicos iban al colegio casi sin hablar, pobres.

***

Al fin una mañana, en lo más crudo del invierno, ahí cuando se congela el agua de los charcos, llegó la noticia: La Fábrica pasa al Ministerio de Producción. Febriles comentarios de los vecinos, reunión en la municipalidad, algún pesimista gritando obscenidades. Lo de siempre.

La verdad es que la Fábrica estaba muerta. Una maniobra política no podía devolverle vida a un Producto ya inútil, superado por la importación de un sustituto diez veces más barato, desde algún lugar de extremo oriente. El cadáver de la Fábrica pasaría ahora al Ministerio de Producción, a cargo de un Ingeniero cuyos objetivos eran producir desde acero hasta caramelos, todo con el sello: “Hecho en la Patria” para alentar, decía, el “sano nacionalismo” entre las masas.

Todo esto me lo iban explicando Pedro, y, especialmente Celia. Su Jefe quedaba a cargo de la Gerencia Administrativa y a ella la ascendían a Jefa de Contaduría: salario de ocho mil pesos, chofer y teléfono sin cargo. Guau! le grité mientras me contaba las noticias y me enteraba de la maniobra de vaciamiento que protagonizó la anterior dirección.

De todo esto hablaba esos días con Eliana, mi nuevo amor. Ella me miraba como sin entender. Sabía que Celia me llamaba a menudo y no podía evitar ponerme cara de odio.

Sabía también de mis anteriores delirios sobre volar la Fábrica. Hasta le mostré, en un baúl, los explosivos y le enseñé lo básico. Le brillaban sus hermosos ojitos.

***

Así fueron las cosas, en resumen. Celos, una damita muy audaz, celosa de la experta Celia. Leyó, secretamente todas mis notas, ató cabos, habló con Paco. Y lo convenció al muy tonto. Todo a mis espaldas.

Qué buscaba: todo, llamar la atención, hacerme un favor cumpliendo mi deseo de volar la Fábrica, desplazarla a Celia arruinándole su fabuloso empleo, encontrar unas historia para contar, ser protagonista de un hecho extremo, feroz, único. Obligarme a escapar con ella a la otra punta del mundo, correr la aventura de huir de la policía, sentir la adrenalina correr por la sangre. Todo lo que cabe en una cabeza de 17 años, en una Ciudad dormida, atacada de parálisis, estupidizada ante la contemplación de su monstruo herido de muerte. Una ciudad a punto de decaer sin prisa, pero seguro.

Entonces, señores del jurado: mi novia voló la Fábrica. Todas las sospechas cayeron sobre mí, la muy tonta no pensó en eso. Me aprehendieron esa misma tarde, cuando aun humeaban los restos de la fábrica. Pero soy inocente: debo acusar a mi amor, a la dulce Eliana de esta desmesura, ayudada por el simple de Paco. Pedro no tiene nada que ver: ninguno de los miembros de la Red de Conspiradores, a excepción de Paco, tuvo algo que ver con la voladura. Pero, señores: ella es inocente, fue su loco amor, su juventud la que inspiró sus actos. Ningún objetivo político, ningún cálculo, solo su irrefrenable sangre, la locura que mueve sus caderas y que, confieso, me vuelve loco a mí. Es aun menor de edad, no es responsable: cumplió el deseo oculto de todos nosotros, el terminar con el temor, con la prepotencia, con el sinsentido, con la opresión, la inutilidad, la falsa seguridad, el estancamiento, con la vieja e inútil Fábrica Estatal. El destino actuó a través de Eliana. Ahora deberemos encontrar otro sentido a nuestra vida. Muchas gracias.

Thursday, May 31, 2007

Women In Art

Mulher, sempre mulher

Vinicius de Moraes

Sunday, May 27, 2007

La Fábrica Estatal, segunda parte

Recibí un Telegrama, de La Fábrica: ESTA DESPEDIDO, PASE A COBRAR.

Mi aullido debió haberse escuchado en todo el barrio: la gente se agolpaba en la puerta y yo solo atinaba a mostrarles la sentencia de muerte. Me compadecían, recibí algún abrazo, pero el ánimo era de curiosidad, algo parecido a ir a un velorio y querer saber como es la Muerte. Yo era un muerto en vida, una escoria, un desgraciado que confirmaba los miedos ancestrales de la Ciudad. Había recibido el castigo de las autoridades de La Fábrica, “por algo sería, a mi no me puede pasar nada, ¿no?” me decían esas miradas. Casi me pedían consuelo, ellos a mí:” usted cometió una tontería ¿no es cierto? En cambio yo, je… Yo soy una persona con buen sentido, templanza y amabilidad.”

Cuando apareció Dora, echó a los vecinos, me dio una sonora cachetada y se encerró en la habitación a llorar. Opté por ir a casa de mis padres.

Me enteré después, que mis entrevistas con Pedro en la Taberna fueron mi delito: juicio y castigo sin apelación. Cobré mi último salario y me dispuse a morir en vida: solo, sin trabajo, sin honor.

Pero me decidí a realizar una loca acción. Le haría caso a Pedro: volaría por los aires la maldita Fábrica.

***

Me puse en contacto con Pedro, pero no ya en la Taberna sino en un sitio remoto y escondido: una cabaña en mitad del bosque, utilizada por turistas en el verano. Pedro apareció con un tipo (treinta años, piel amarilla: nunca toma sol, odia la Naturaleza, lee mucho, tiene revoluciones metidas en sus neuronas, no sabe amar, pero es buena persona, imaginé en una fracción de segundo)

- ¿No pensarás que lo que te dije fue en serio, no? -empezó.

- Pues fíjate que si, que me lo tomé muy en serio. Pienso que hay que volar esa fábrica, que explote, desaparezca.

-¿Simplemente porque te echaron pretendes que en este pueblo todos queden en la puta calle, sin trabajo? -Insistía.

- Somos esclavos, hay que destruir la cárcel…pero acaso no lo decías tú: ¡volar esa mierda! Y por encontrarme contigo en la Taberna es que me despiden y ahora me vienes con que era en broma, te vas a cagar, Pedro.

- Calma Leo. Que lo que yo quería era provocar un vuelco en tu pensamiento, que te cuestionaras la existencia de ese antro del cual este pueblo depende y que es el que no lo deja crecer. Organizan nuestra vida social, manejan el Centro Comunitario, hasta los matrimonios son auspiciados por La Fábrica. Disponen de esta cabaña para el verano, organizan concursos, kermeses, festivales, invitan a artistas nacionales a sus recitales, ¡joder!: nos pagan con espejitos de colores todo lo que nos desangramos ahí adentro, pegando cables de mierda en un producto de mierda.

- Tú no pegas nada, nunca trabajaste ahí -le contesté.

- Es igual: todos en este pueblo de alguna manera trabajamos ahí. Escucha. Hay que cambiar las cosas, tenemos que seguir hablando. Este es Paco: un discípulo. Creo que podrán ser buenos amigos…

- Hola- me saludó Paco algo cortado.

- Hola. ¿Y el tema de que va? ¿Como deshacernos de los monstruos que nos dan vida y nos la quitan, al mismo tiempo? Yo ya decidí qué hacer.

***

Ese invierno el precio del Producto de precipitó, cayó a su peor pozo desde la Guerra y entonces el pueblo supo, al fin lo que era una crisis. Ya no se trataba de diez o veinte suspendidos o de tres o cuatro despedidos: el 14 de abril de 19.. se publicó el Parte de Crisis Nro.1:

La Fabrica Estatal ha sostenido durante décadas al progreso de esta localidad. Más allá de vaivenes de la economía, la voluntad de mantener activos los puestos de trabajo y colaborar con las instituciones de la Comunidad se ha mantenido invariable, constituyéndose así en un blasón, en un emblema que mostramos al País con orgullo.

Pero, hoy debemos tomar una decisión dolorosa e inevitable: el precio del Producto bajó a los niveles más ínfimos. Las ventas se desplomaron, los mayoristas devolvieron sus pedidos, la cadena de pagos se cortó, nuestros proveedores exigieron pagos en efectivo contra entrega. Así no se podía continuar. El Supremo Comité del Estado pidió rápidos planes de contingencia y nuestros gerentes delinearon estrategias de salida. A partir de mañana se enviarán 556 Telegramas de Despido. Todo volverá a la normalidad luego del Periodo de Excepción que rige desde este momento. Es de esperar que el precio del Producto vuelva a sus niveles normales”

Todos los vecinos salieron a la calle, a llorar, preguntarse causas y efectos, se abalanzaron sobre los periódicos, fueron a la Iglesia, se visitaron, se reunieron, gritaron y gimieron: se sentían exactamente como lo que eran: juguetes, ramitas que la corriente arrastra y lleva donde sea, ratoncitos asustados, cucarachas aplastadas, polvo a merced del viento.

Pero yo no.

Para aquel momento, de la mano de Paco y otros despedidos ya habíamos organizado una Red de Conspiradores cuyo propósito era volar la Fabrica de la Ciudad. Leíamos los clásicos anarquistas, construcción de artefactos explosivos, acción conspirativa, organización en células, doctrina ácrata, misticismo hindú, budismo y espiritismo. Un mundo de sabiduría que desconocía se abría a mi contemplación. Era un éxtasis permanente.

Mientras me perdía por ese sendero, la Ciudad agonizaba. La gente era reincorporada en cuentagotas a la Fábrica. Cada mes, veinte o treinta operarios se integraban al trabajo. Sus celebraciones contrastaban con el silencio de los relegados: los más viejos y los más jóvenes, los más flojos, los quejosos, los discutidores, los bromistas, los débiles, los necios, los muy bajitos, los excesivamente gordos, los demasiado inteligentes, los feos. Todos ellos eran desplazados al limbo. Aguardaban con débil esperanza estar en la Lista de Reincorporados, pero mes a mes se les apagaba el brillo, se les acababa el crédito, se iban diluyendo hasta que se incorporaban a la masa de perdedores, hurgadores de tachos de basura, nómades, locos sueltos.

Yo, sabía, no acabaría así.

Últimamente había comenzado a tener contacto directo con los explosivos que eventualmente elegiría. Me había decidido por la dinamita, dispuesta en torno a un cono que asegurara un enorme poder de penetración. Recordaba las gruesas paredes de La Fábrica, su contundente estructura y el enorme tamaño de su planta. Se requerirían no menos de diez focos, diez bombas de dinamita para voltear semejante arquitectura. Me entusiasmaba el mundo de los explosivos: ya sabía de memoria la característica de la nitroglicerina, la pólvora negra, el TNT, la dinamita. Esperaba ansioso poder probar alguno de ellos, pero sabía que eso era imposible por el estruendo. Me contentaba entonces con leer artículos en la Biblioteca y mirar todas películas de guerra que pudiera. En mi mente se agolpaban términos como Detonadores, Mecha lenta u ordinaria, Cordón detonante y relés de retardo, Barrenos y pegas, Taqueo. ¿Sería capaz de adquirir los componentes, almacenarlos, mezclarlos con seguridad, armar las bombas, colocarlas y hacerlas detonar?

Con Paco, al fin, organizamos una excursión a las montañas. Ahí, perdidos en valles inhabitados detonaríamos nuestros explosivos.

Cuando llegamos al nacimiento de Río Rante al fin mis deseos se cuajaron: armamos las bombas de dinamita, las conectamos a un sistema eléctrico de detonación y…el rugido se escuchó, el aire vibró, la onda expansiva nos tiró al piso, gritamos, aullamos, nos abrazamos, excitados.

Volvimos renovados.

Friday, May 18, 2007

La Fábrica Estatal, primera parte

Ahora que todo pasó, que La Fábrica voló por los aires dejando un enorme pozo negro, chatarra destrozada y un olor persistente a azufre, ahora, repito, es tiempo de contarlo todo.
Esta ciudad vivió siempre por, para y con La Fábrica Estatal. Como una mala copia de esos castillos medievales que coronaban cada población, La Fábrica alzaba sus feas torres y estructuras muy por arriba de los techos de la Ciudad, destacándose como el único poder, la única fuerza que se acercaba un poco más al Cielo.
Nunca supimos qué se fabricaba allí. Solo veíamos entrar diariamente camiones cargados de productos ferrosos, cauchos y plásticos, y salir, ordenados y limpios, unos camiones amarillos, cargados con El Producto. Se sospechaba que era algún componente que intervenía en la industria automotriz, pero ni los ingenieros más sagaces podían asegurarlo.
Alguna vez se formaban grupos de intrépidos que seguían en sus pequeñas motocicletas a los camiones amarillos, pero jamás averiguaron nada: en algún momento de la intrincada geografía de rutas, cortadas, autopistas, calles y pasadizos los vehículos se perdían de vista, desaparecían como tragados por el paisaje y era inútil persistir.
Los obreros (casi todos los hombres de la Ciudad entre dieciocho y sesenta años) sólo mentaban una larga y sinuosa cinta transportadora sobre la cual debían hacer sus tareas: sacar o poner diversas partes, ensamblar cables, remachar metales, pintar, barnizar, etcétera. Nadie sacaba nunca nada en claro.
La otra pregunta era: ¿y a quién le interesa saber qué produce La Fábrica?, no es asunto nuestro.
Yo opinaba así, por ese entonces. Mi destino estaba claro, desde siempre. Tenía veinte años y ya había ingresado a la Sección Maquilado de la División Patronificación. Mi futuro era promisorio: en cinco años ascendería a jefe de equipo, en diez a capataz de maquilado, en veinte ya podría ser supervisor de patronificación, en treinta ascendería a Coordinador de Área, y en cuarenta a Subgerente de Control. Me jubilaría a los 65 y viviría los diez últimos años de mi vida con una jubilación generosa. Qué más podría desear.
Pero otros, en cambio parecían pregonar siempre el descontento: ¿qué pasa si el producto cae en su cotización y cierra La Fábrica? ¿eh? , ¿Cómo sobreviviría en ese caso la Ciudad? ¿Y como podríamos ayudar los obreros a mejorar el producto si no sabemos qué es, para qué sirve?
Los callábamos con nuestros gritos y todo terminaba ahí, con un buen vaso de aguardiente en la Taberna.
Las autoridades de la Ciudad, en especial el Alcalde, trataban por todos los medios de limitar estos debates: publicaban Bandos u Ordenanzas como ésta:

“Señores vecinos: es sabido que nuestra suerte como Ciudad privilegiada depende de las excelentes relaciones que mantengamos con los administradores gubernamentales de la Fábrica. Nuestra progresista localidad, a diferencia de las tristes vecinas de la comarca goza de seguridad económica, una sabia administración municipal y un hermoso balneario a orillas del río. Se ha oído en diversas reuniones de vecinos sugerir que se debería reclamar información a los Gerentes sobre diversos aspectos de La Fábrica. Las autoridades del Municipio informan que serán extremadamente severas con esas personas: se les exigirá el pago anticipado de tasas y gabelas bajo amenaza de Juicio Ejecutivo por Morosidad. Retomemos la tradicional senda del buen sentido, la templanza y la amabilidad”
La gente leía estos bandos, sonreía y juraba algo.

***
Para esa época me puse de novio, como era previsible. Las chicas de nuestra ciudad se dividían en dos grupos, las empleadas de La Fábrica y el Resto: empleadas en la Alcaldía, maestras, administrativas, vendedoras de tienda y enfermeras.
Estaba decidido en el ánimo familiar que a mi me tocaría una del Resto. Así que enfilé mis pasos –es un decir- hacia la candidata: una pálida chica de mi cuadra con la cual cambiaba rituales saludos de buenos días y poco más. Cuando fue evidente para todo el vecindario que éramos el uno para el otro, tomé la iniciativa de invitarla al Baile de Primavera en el Centro Comunitario. Ella pareció sorprenderse y me susurró un cierto “sí”, teñido de sombras de duda.
Nos casamos al año y fuimos a vivir a unos departamentos cercanos a La Fábrica, lo cual me permitiría ahorrar en transporte, aunque a ella la dejaba lejos de su puesto de trabajo como secretaria del Asistente Tercero del Jefe de Sumarios Administrativos del Municipio.
Al mes me nombraron Adjunto Segundo del oficial de Mantenimiento. Y lo festejé con Celia, mi hermosa amante, secretaria del Primer Ayudante de Contaduría. Ella era de La Fábrica: sentía el persistente zumbido de su núcleo, al igual que yo. Allí en La Fábrica se podía percibir la vibración del poder. En cambio Dora, mi mujer, era residente de otro universo, alejado del verdadero corazón de todo.

***

Así vivía yo en esos años de preparación: excitado por La Fábrica, por su magnífico poder y por su callada amenaza de cerrar algún día: cuando bajaba la demanda del Producto se producían despidos o suspensiones temporarias de personal. Terror. Paseaban los supervisores por los pasillos laberínticos y con un leve movimiento de cabeza señalaban a las víctimas. En silencio, mientras los metales de La Fabrica se estremecían chirriando, todos los trabajadores miraban al elegido, lo despedían con la mirada y renovaban sus tareas. Algunos se persignaban.
A mí, como a todos en algún momento, me tocó. Fui elegido junto a veinte más para “tomar un Descanso Programado” como se leía en el Telegrama que recibí dos días después de la seña del supervisor.
No puedo relatar acá mi terror. Perder el trabajo en La Fábrica te convertía automáticamente en un marginal: perdías el crédito, te desafiliaban del Centro Comunitario e incluso en tu Iglesia podías sufrir discriminación. Claro que una suspensión temporaria no era el Despido Definitivo, pero…por algo se empieza y todos los casos de despido fueron precedidos de “descansos programados”.
Yo ya tenía el mío. Dora me miró con reproche y me preguntó
- No habrás estado alborotando a los jefes con preguntas impertinentes sobre El Producto y todas esas bobadas.
- Pero no, querida. Sabes bien que soy una pieza perfectamente adaptada al sistema. Se trata de un descanso, una pausa que me proponen para cambiar un poco de aires.
Me miró como con una mezcla de desprecio y lástima.
- Suerte que yo sigo con mi trabajo en Sumarios –agregó con rencor.
Se fue y me dejó en la cama, dispuesto a disfrutar de mi obligado descanso.
Dormí hasta el mediodía. Leí las noticias, escuché la radio, leí algún libro olvidado, ojeé cartas viejas, garabateé en un cuaderno, miré el techo, dormité otra vez. Llamé a Celia. Le expliqué mi nueva situación. No se enojó, pero tampoco pareció conmovida por mi angustia: solo murmuró algo y pretextó un apuro para colgar. Después recibí una llamada de Pedro, uno de los alborotadores de Taberna. En resumen: que se compadecía, que estaba muy mal lo que me habían hecho y que me invitaba a hablar con él, esa tarde, en la Taberna.
Fui, más por aburrido que por interesado. Ahí estaba, con su pipa y su larga barba, tomando el coñac de la tarde. Nunca había trabajado en La Fábrica. Era maestro, literato bastante malo, había intentado ser concejal, un fracaso, en suma.
- Hay que volar por los aires a esa bolsa de mierda que nos está acabando. – me lo dijo así, de primera, sin preámbulos, por lo cual me puse de pie y me fui de ahí sin saludar. Habrá gente loca, pensaba mientras corría hacia mi casa.

Cuando, días después, retomé el trabajo sentí un lejano rencor, que nacía del centro de mi cabeza: como una sirena remota que indicaba alarma. No le presté atención y me sumergí en la inmensa Fábrica, ansioso por retomar el trabajo, entusiasta por reparar la mala imagen que había dejado en mis jefes.
Debo describir ahora la sensación de pequeñez que te invadía al entrar a La Fábrica. Toda referencia cotidiana: una ventana, la cocina de tu casa, el autobús, perdía allí todo sentido. Las puertas, por empezar, eran como la entrada al Paraíso o al Infierno, supongo: de una dimensión inabarcable, gruesas, firmes, duras, eternas, marcando de una vez y para siempre que el afuera quedó atrás y ahora, niño, estás Adentro. La inmensa sala central se perdía entre las brumas y los vapores generados por las incontables máquinas que bordeaban la zigzagueante cinta central, la gran columna vertebral que juntaba las dispersas naderías que los diversos operarios contribuían a conjuntar. El Producto iba avanzando por esa cinta, recibiendo el homenaje que cada Grupo Operativo de Tareas le rendía: unos tornillos, algún conductor, válvulas, cableados. Naderías.
Unas extrañas tuberías bajaban, subían, se cruzaban en diagonal, rotaban, te rodeaban, impidiéndote ver más allá, hacia el techo, que presumíamos se extendería en algún lugar.
Cuando cada cual ingresaba a su Área Operativa la visión se estrechaba: solo veías un muro gris separándote del resto del mundo. Te concentrabas entonces en lo único vivo que había por allí: la Cinta trasportadora y su preciosa carga.
A veces, no se sabe cómo, veías un papel sobre la cinta, un mensaje, una carta de amor, una amenaza. Por lo general eran malas palabras, inmensas y obscenas puteadas. Al rato, la cinta se detenía y una voz amenazaba con sanciones infinitas “al gracioso de turno”.
A las dos horas de trabajar sobre la Cinta, podías tener un descanso de diez minutos. Ir al baño y estirar los brazos, fumar y leer apresurados algún diario y nuevamente a trabajar. Ocho horas así, mirando la Cinta y el Muro gris.
Ese día, reincorporado en activo al proceso productivo, pasó sin incidentes: solo un desmayo en la Sección Pivoteo. Vi pasar a un par de Sanidad, con una camilla y, al rato, el urgente traslado de un viejo. Los enfermeros bromeaban entre ellos, como siempre hacen en todos los institutos de salud del mundo. Dicen que así contribuyen a tranquilizar al paciente, haciéndole ver que lo suyo no es grave. Pero ese viejo echaba espuma por la boca y parecía morirse y ellos seguían bromeando sobre las chicas que conocieron anoche.
Cuando al fin volví a casa, saludé a Dora con un sonoro beso: todo había vuelto a la normalidad. Ella me devolvió el beso y fuimos a la cama, por primera vez en tres meses. No estuvo mal. Pensaba en Celia.
Al otro día recibí un llamado de Pedro, el crítico de Taberna. Se disculpaba por la brusquedad del anterior encuentro y me invitaba a charlar “sobre la vida” esa tarde. Acepté. Estaba extrañando algún amigo, quizás este excéntrico pudiera ser buena compañía. Es cierto, tenía amigos. Pero adivinaba en ellos la misma agónica rutina que los hacía idénticos a mí. Y eso me aburría. Los quería, pero eran tan previsibles como las románticas películas que veíamos en el Cine, los sábados.
Eran todos muchachos de mi barrio, de mi escuela, todos trabajaban en La Fábrica y todos ya estaban casados con las respectivas vecinas. Íbamos todos al Centro Comunitario a jugar al fútbol y a beber cervezas.
De vez en cuando alguno de nosotros se largaba a llorar, entupidamente. Quizás alguno recordaba un sentimiento fuerte, un deseo les afloraba, ganas de mandar todo al diablo y escapar de La Ciudad y su bendita Fábrica. Pero duraba solo unos instantes, jamás había preguntas ni explicaciones.
Me atraía Pedro: parecía sapo de otro pozo, tenía una historia para contar.


(Continuará)

Thursday, May 10, 2007

Mi primer cuento: Navegando por la Net


Navegando por la net, como es mi costumbre desde hace unos meses, me encontré con este curioso documento que paso a reproducir.

«Tengo un descubrimiento, una alegría que comunicar.

»Como se sabe, la vida se nos va, cada día. Nos despide en cada mirada fugaz, irrepetible, en ese trozo de conversación que escuchamos en el bar, y que nunca volverá.

»Dirán que estoy deprimido, que estos pensamientos sólo los tienen los suicidas o los locos. Pero la verdad es que me he pasado los últimos treinta años de mi vida despidiéndome de ella, como todo el mundo.

»Me despido, cada mañana, del trocito, circular y verdoso, de pasta dentífrica que uso. Me da nostalgia saber que ese trozo, justamente ése, nunca podrá saber cómo me irá durante el día que comienza.

»Ni que hablar de la lechuga del mediodía o del café de la tarde. Se me hace un nudo en la garganta recordar, también, el diario de ayer, yaciendo al lado de la bolsa de basura.

»Harto de nostalgia, hace pocos meses decidí guardar todo.

»Así, con una herencia oportuna (de un monto bastante considerable) compré un enorme depósito por Nueva Pompeya.

»Lo primero que acomodé fueron los infinitos papeles que juntaba en los cajones de mi escritorio (cartas, facturas de luz, pruebas escritas del secundario, pañuelos de papel, diarios de 1967 a 1985).

»Más dificultoso fue poner en práctica el proyecto de guardar todo. Quiero decir, todo lo que pasa por mis manos. Libros, boletos, billetes, escarbadientes, bifes, tornillos.

»Al principio me organicé de tal forma que todas las compras fueran de dos unidades, de cualquier cosa. Deme dos diarios, deme dos caramelos, deme dos paquetes de Jockey.

»Uno, pobre, el que desaparecería, era consumido normalmente. El otro, su doble, tenía destino de eternidad: lo almacenaba en mi depósito de Pompeya, al cual concurría con mi botín al fin del día.

»El problema, claro está, eran las comidas fuera de casa. Al principio el pretexto era que tenía alguien enfermo en casa y entonces marchaban dos espaguetis a la boloñesa, uno para llevar.

»Como el procedimiento era engorroso y poco creíble, decidí no comer más fuera de casa. Rechacé invitaciones y produje absurdas combinaciones de horarios con tal de poder comer en casa. Siempre.

»Otro tema eran las compras. Los almaceneros, carniceros y diarieros del barrio no terminaban de acostumbrarse a mi sistema. La sonrisas y comentarios en voz baja me fueron alejando cada vez más, en busca de nuevas caras. Vivo en Palermo. La última compra de cigarrillos la hice en Flores, a la altura de Rivadavia al 8.000.

»El supermercado es ideal. Allí nadie se sorprende de mi empeñosa manera de comprar todo doble.

»En mi depósito, clasifico el material por día, semana, mes y año. En las heladeras industriales que compré en remates, acumulo lomos, tomates y huevos. Trato, en general de evitar alimentos frescos, así que opté por dietas macrobióticas, plenas de granos y pastas imperecederas.

»Veo, lógico, dos veces cada película. La videocasetera actúa diligentemente en mi ayuda, permitiéndome ver cada programa dos veces. Mi videocámara me acompaña casi siempre, por lo que, al fin del día, repaso todo lo que viví. Lo mismo, el grabador portátil que siempre me llevo en el bolsillo.

»Vivo intensamente. Y revivo todo. Y eso lleva tiempo. Así que he introducido el insomnio como vocación, más que como condena.

»Rememoro —que no recuerdo— casi todo. Cuando no ubico qué comí el 23 de agosto de 1994, tomo un taxi hasta el depósito, recorro las estanterías y compruebo con exactitud aquella cena. También recupero lo que leí mientras cenaba y qué programa de televisión disfruté en la sobremesa.

»Un problema mayúsculo es la gente. Como se comprenderá me resulta difícil duplicar personas. Opté por minimizar mi contacto con ellas. También, naturalmente, amigos y conocidos comenzaron a alejarse, seguramente debido a mi insistencia en fotografiarlos o filmarlos, pensando en que era presa de algún mal incurable.

»Despedí a mi mucama y realizo casi todas mis operaciones bancarias a través de cajeros automáticos. Salgo cada vez menos, a excepción de mis travesías en busca de cigarrillos o mis visitas al súper.

»La tecnología de fin de siglo me ayuda, debo reconocerlo. No es necesario ir a los multitudinarios cines de antaño. Ahora con el cable o el videoclub, paso mis horas de espectador sin tener que compartirlas con nadie.

»El teléfono, fijo y celular, la computadora, el fax, el cable, el correo electrónico, los videojuegos, las redes informáticas, el módem, el escáner, la radio y la televisión me permiten interactuar con el mundo de manera casi perfecta sin necesidad de tocar a nadie. En ese mundo de copy and paste, de record and play mi vocación por la duplicidad se expande al infinito. Sin ningún costo obtengo una copia de la realidad, exactamente igual a la realidad. El mapa sí es el territorio. La vida puede retenerse, guardarse, copiarse, archivarse y recuperarse eternamente.

»Ése es mi descubrimiento, mi alegría que, reconozco, no es plena porque no puedo conversarla con nadie, a riesgo de que el hechizo se rompa. Sólo me queda distribuir el presente documento por la net, a la espera de respuestas a la dirección de email artgonza@data.com.ar

»Gracias.»

Pip.

©1995

(Publicado en Badosa.Com; octubre 2000)