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Friday, December 28, 2007

Cotton Club Blues

Todos sabrán, creo yo, que al Cotton Club los negros no podían entrar. A menos que trabajaran ahí, como yo.
Ahora que han pasado los años aquello parece ridículo, ahora que los negros casi estamos de moda, que hasta candidato a Presidente tenemos y tantas marchas, “tengo un sueño”, ahora es difícil de creer, pero así era, en los años treinta.
Yo tenía unos 17 años y un tío, cocinero, me hizo entrar de ayudante. Me sacaba así de la calle, de las pandillas, los pequeños robos, las palizas de los polis, el desprecio de los chicos blancos y me ponía en el mejor lugar de Nueva York, sí señor.
Desde la cocina escuchaba al gran Duke sonar como Dios quiere que la música suene, al menos la música terrenal, porque creo que allá en el Cielo los ángeles, negros y blancos, todos iguales deben entonar unos himnos divinos, literalmente.
Sonaban los Saint Louis Blues y la gente se desmayaba de emoción, en In a sentimental mood o Sophisticated Lady, lo mismo. A mi me volvía loco Caravan, con su eco de selva.
Yo sabía que de ahí vinimos, de las selvas de África, pobladas de monos y negros, así que por eso sería.
Yo quería progresar, llegar a cocinero o camarero, crecer en ese mundo que me sacaba de la miseria.
Todo iba bien, con mi voluminoso tío cuidando que nadie se mofara de mí: yo era flaco, escuálido más bien y apenas veía, por lo cual usaba unos enormes anteojos que deformaban mi cara aun más. Tenía (y la ensayaba frente al espejo) una linda sonrisa, de negro pícaro.
Había, eso si, un capataz irlandés que nos odiaba. Se le inyectaban los ojos claros, su piel rosada se hinchaba de venas azules cuando nos agarraba en falta (fumando fuera de lugar, metiéndonos un dedo en la nariz o riéndonos como locos de algún chiste) nos gritaba insultos como “negros vómitos del infierno” y a veces nos sopapeaba con esas manazas.
A mi me tomó idea. Lo noté desde el principio. Me mandaba a hacer los peores mandados, limpiar el vómito de algún borracho, la grasa de debajo de las cocinas o quedarme hasta después de hora a limpiar el salón.
Yo lo soportaba todo y no le contaba nada de eso a mi tío, Josuah. No quería que se armara la gorda, y termináramos los dos en la calle.
Había un par de muchachos algo más grandes que yo y a pesar de mi torpeza conseguí evitar problemas y hasta amigos nos hicimos, aunque sabíamos que todos competíamos en esa selva por cualquier vacante de mesero. Porque eso era lo máximo: entrar al salón lleno de blancos ricos y sobre todo de esas rubias platinadas que te lanzaban miradas provocadoras (o al menos eso nos relataban los camareros) oler esos perfumes, el tabaco fino, el licor, el champagne, entrar en confianza con los ricachones, ligar muy buenas propinas y, quizás, el teléfono de alguna rubia. Nada mal, no señor.
Pero para eso había que hacer buena letra, no enojar al irlandés que le iba con cuentos a los jefazos, tener siempre la misma sonrisa de negro inofensivo y fiel, mientras por dentro pensabas como clavarle un cuchillo de cocina, de los más grandes, hacer papilla su cuerpo con la máquina de picar carne, hervir esa masa en las enormes ollas para hacer sopa y disfrutar con esa sangre.
Todo estaba tranquilo, hasta que sucedieron cosas que ahora voy a contar, tal como me asaltan la memoria después de setenta años.
Ese maldito irlandés estafaba a los dueños, les robaba: compras con sobreprecios, retornos, robo de botellas de whisky que después revendería, consumos inexistentes. Todo esto lo sospechaba mi tío, pero no tenía pruebas. Yo, personalmente, lo vi transar con algunos proveedores. Ahí comenzó el problema: el vio que yo lo vi y supo que yo vi como él vio que yo lo había visto ¿se entiende?
Entonces, me hizo la vida imposible. Si antes de eso ya me había tomado ojeriza, de ahora en más quiso asesinarme, simplemente. Lo supe desde esa tarde en que ordenó que bajara al lugar más oscuro del sótano. Hubo un estruendo de botellas y de pronto estaba sumergido en un metro de vidrio roto, todo cortajeado y, pese a todo, vivo. Fue Josuah el que me rescató, casi desmayado. No le dije nada, porque temía lo peor: que nos echen a los dos por mi culpa.
- Oye Denzel, cómo te has metido aca en este agujero. No te dije mil veces que no te andes por acá?- me retó el tío. Entonces lo vi sospechar. Por un segundo su vista se nubló y miró a Dick el Irlandés, casi atravesándolo de lado a lado con los ojos. Dick también lo miró amenazante, pero ahí terminó todo, por esa vez.
Quedó establecido que yo no aceptaría más órdenes extrañas del irlandés. Sin decirlo, se entiende. Dick entendió vagamente que yo estaba bajo la protección de Josuah y , entonces, se controló al tiempo que nos declaró la guerra. Un repliegue táctico para preparar un avance estratégico (esto lo aprendí años después cuando fui parte del Batallón Negro, en Normandía: éramos temibles y dejamos muy alto nuestro patriotismo, a pesar de todo. No nos olvidábamos del desprecio que el Loco Hitler le hizo a Jesse Owens en las Olimpíadas del 36)
Durante unos meses las cosas siguieron tensas pero sin llegar a mayores: la rutina de todos los días, los chismes de los meseros, la música celestial del Duke y yo poco a poco más crecido, más audaz. Tuve, entonces mi primer asunto con una clienta: una rubia algo borracha que se equivocó de puerta y se cruzó a la antecocina donde estaba yo preparando una bandejas. En ese momento estaba en pleno el show de los zapateadores y nadie prestaba atención a nada más que a ellos.
Pues la rubia me miró y me preguntó ahí mismo mi nombre. Sin terminar de dárselo me pidió un papel y lápiz y me anotó su número telefónico. Me hizo un mohín simpático y me tiró un beso al aire. Para mí fue como la gloria. Otro día contaré esa historia.
¿Recuerdan las rebeliones del verano del 67? Parecía que los EEUU ardían por los cuatro costados. Los guetos negros de Detroit o Chicago estallaban el llamas de rabia contra los polis anglosaxons. Yo mismo, ya hombre grande, alentaba esas explosiones sociales. No se qué nos pasaba: ya teníamos las leyes de integración y todo eso pero aun sentíamos el desprecio de los blancos y eso nos ponía locos. Algunos simplemente se pasaron de rosca, se deliraron y empezaron a hablar del poder negro como mejor al poder blanco, a sentirse superiores por ser negros, a creer que a los negros los había elegido Dios para quebrarles la mano a los blancos.
Por suerte eso terminó, y nos ganamos el respeto por lo que somos: seres humanos, como cualquiera.
Bueno, ese año de 1931 la rebelión negra comenzó en Cotton Club.
Fue, al fin, mi tío. El irlandés acababa de propasarse con una chica de limpieza: la había encerrado en un closet y trató de violarla ahí mismo. Pero Josuah, que lo venía observando, entró al cuartito, le pasó su enorme brazo moreno por el pescuezo y casi lo decapita ahí mismo. El irlandés aulló y con eso bajaron los dos tipos de seguridad, dos matones italianos, sólidos y salvajes . Sacaron sus pistolas y tiraron. Para qué. Todos nosotros, los negros del Cotton Club, los ayudantes de cocina, los camareros, los cocineros nos abalanzamos sobre los gordos y los aplastamos en un amasijo de brazos, piernas y cabezas golpeadas.
Debido al estruendo, bajaron los polis de vigilancia, los camareros abandonaron el salón y hasta alguno de los músicos del Duke se asomó para colaborar. No señor, jamás se había visto algo así: decenas de negros y blancos peleando entre platos rompiéndose, botellas estrellándose, bandejas metálicas sonando como campanas, gritos, palabrotas, aullidos y protestas.
No murió nadie de casualidad. Duke amenazó a los dueños con romper el contrato y el irlandés fue despedido. Ninguno de nosotros sufrió represalias.
Por primera vez un grupo de negros le había puesto un límite a los blancos. Nunca olvidamos esa lección: el poder a veces cambia de lado.

EPILOGO

Linda historia, ¿no? Pero falsa.
Dudé mucho en agregar este epílogo. Pero a los noventa años nada se puede perder y así quedará testimonio de la verdad.
Antes de morir, mi tio Josuah me confesó la verdad. Que no tiene remedio, dicen.
El habia denunciado a Dick ante los patrones, con el deseo de terminar con ese desgraciado. Pero los patrones, uno de ellos en realidda le dijo:
- Sí, lo sabemos, pero lo dejamos hacer. El nos tiene agarrados por un asunto sucio del cual tiene pruebas y nos amenaza.
- Y por qué no le hacemos una hermosa cama- preguntó mi tío-.Sabemos que el tipo ve una falda y se vuelve loco. Y que si su mujer se entera, lo asesina.
- ...y?
- Déjenmelo a mí.
Así fue como Josuah arregló con la chica para que ésta lo tiente al irlandés. Lo seguía, le hacía caritas, lo provocaba. Dick sabía que era peligroso hacerlo ahí, por los patrones, que eran muy estrictos en eso: nada de sexo en el Cotton Club, que no es un prostíbulo.
Pero ese día no pudo más, convinieron en encontrarse en el closet. Josuah, al tanto de todo, intervino y ahí terminó la fiesta, con esa falsa pelea. Las balas de los dos gordos italianos eran de salva...

El arreglo con irlandés consistió en no revelarle el asunto a su mujer, él devolvió esas fotos comprometedoras, se le dieron $5000 de compensación (lo que le alcanzó para montar un bonito Bar en Miami) y aquí no ha pasado nada.
Sic transtit gloria Mundi

Friday, December 07, 2007

El mercader

En ese tiempo dejé de ser una sombra y me convertí en hombre. Antes huía de mi Señor y de los curas que querían obligarnos a morir atados a la tierra. Yo prefería vagar por los bosques, comer frutos silvestres y orinar cantando a las estrellas. Claro que eso me convertía en un vago peligroso, en un hereje y en un bandido a los ojos de los señores. Pero yo prefería ese riesgo a vivir en las inmundas chozas campesinas, junto a gansos y cerdos, teniendo que labrar cuatro días en las tierras del Conde y solo un par de días en las propias. La gente moría a los veinte o treinta años, rodeada de mugre, chicos descalzos y malos aires.
Yo creía que Dios nos había dado los sentidos para más que eso: para escuchar el arpa melodiosa, para admirar una puesta de sol, para acariciar una piel y besar los labios de las muchachas. Y para embriagarnos con el buen vino y hartarnos de leche fresca, huevos, jamones, frutas y asados y mantecas y quesos. ¿Para qué Dios nos iba a dotar de tantos sentidos y deseos? ¿Para después arrancarnos del mundo a los pocos años? No tenía sentido. Dios nos quería alegres, y limpios, oliendo a rosas, enamorando a las mujeres jóvenes, criando niños felices. Disfrutando del trabajo y de la música. Y viviendo muchos años.
De modo que decidí ese año, creo que el de Nuestro Señor de 1223, ser libre. Sin amo, ni cura, ni gleba que me condene.
En los bosques conocí a viajeros que comerciaban de ciudad en ciudad y me uní a ellos. Cada cual tenía historias para contar, había mandolinas y se animaban a cantar. Aprendí entonces que la gente de la ciudad pagaba buenas piezas de plata por ciertas exquisiteces que podían conseguirse tras las sierras. Así que nos arreglábamos para informarnos donde había ciertas piezas de jamón especial, o ciertos paños maravillosos, bordados en oro. Juntábamos nuestros pequeños dineros y salíamos a recorrer los mercados de la región. Comprábamos esto y aquello. A veces la gente nos pedía noticias: les contábamos de que color era el prado tras la sierra, como se hablaba allá o acullá, qué canciones emocionaban a las jóvenes casaderas y qué modas lucían las ricas cortesanas. Nos pedían las mujeres entonces, paños como los de las nobles, joyas con piedras talladas, juguetes de madera, pergaminos para dibujar, carboncillos, hilos para cocer, especias, espejos cincelados, pequeñas esculturas de piedra, agujas.
Todo lo conseguíamos, o casi. Así que algunos de los nuestros, los más hábiles para elogiar sus productos o en seducir a las damas, comenzaban a enriquecerse: no sabían donde guardar tantas monedas. Temíamos a los salteadores, por lo que decidimos hacer como ciertos italianos de Florencia o Génova: dejábamos a buen resguardo el oro y, en cambio, llevábamos papeles con promesas de pago, pagares, talones, cheques, o como quieren llamarlos. Al principio, los poseedores de las mercancías no aceptaban deshacerse de los productos a cambio de esos papeles toscos. Pero cuando comprobaron que en los lugares y tiempos predichos se encontraban con sus monedas, el sistema comenzó a extenderse.
La palabra era sagrada.
Todo funcionaba por que nosotros, que éramos buena gente o nos convenía serlo (lo que es casi lo mismo) íbamos ganándonos el respeto tanto de vendedores como de compradores.
A veces, nacía una moda: digamos que se imponía el color azul en los vestidos. Corríamos hacia las ciudades donde sabíamos que los tintoreros habían hecho acopio de tintes azules y los adquiríamos. Íbamos entonces a los fabricantes de paños y le aportábamos el tinte, les comprábamos ingentes cantidades y vendíamos cientos de libras en las ferias de la comarca.
Algunos, ya cansados de tanto trajinar se establecían en alguna villa y se ponían a fabricar muebles o vestidos, o juguetes, o joyas. Empleaban a gente del lugar y se ponían a fabricar a nuestro pedido.
Los nobles y la curia de las villas nos miraban con desprecio: no debéis traficar con dinero, nos decían. La Iglesia prohíbe la usura. Es que algunos de nosotros, también cansados de tanto viaje se ofrecían a resguardar el dinero en sus residencias, bien vigiladas. Para que las monedas no se durmieran, las prestaban a gentes con ideas de comprar allí y vender acullá, a un interés. Como la Iglesia comenzó a excomulgarlos, el asunto fue pasando naturalmente a manos de los únicos a los cuales no se los podía excomulgar: los judíos.
Los judíos, además, poseían algunas informaciones muy valiosas de lejanos países. Viajaban mucho, tenían conocidos en todas las aldeas y una red de contactos en las cortes, castillos e incluso, abadías. Como eran temerosos de los señores exageraban su docilidad. Eso los convertía fácilmente en víctimas de la sospecha: tras esos buenos modos, tras el estricto cumplimiento de la palabra se escondía, quizás, la llama de Satán. Pero eso, a nosotros, poco nos importaba. Aceptábamos gustosos sus préstamos, comprábamos, vendíamos y pagábamos el interés. Y todos tan felices.
Pero a los buenos tiempos siempre le sucedía la desgracia: la guerra o las pestes, a veces trabajando juntas. Los señores se aburrían y su único solaz era la guerra. A veces con justa causa, otras solo por un capricho. Los curas bendecían las armas, la leva se llevaba a los jóvenes y los caminos se cerraban. Ya no podríamos llevar estos paños a la otra Villa. Los meses pasaban, perdíamos el contacto, otros comerciantes entonces nos desplazaban de las plazas habituales y perdíamos mercados. Odiábamos la guerra. Eso nos hacía, en opinión de los señores, cobardes. Cobardes judíos, gitanos, desplazados, marginales, escapados de la gleba o del ejército: la hez de la Humanidad estaba alumbrando un nuevo tiempo. No lo sabíamos en aquellos días. No había cronistas para registrar esas andanzas. Creo que nadie lo sabrá en el futuro.