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Thursday, August 03, 2006

El viaje de Yashe

En la aldea donde nació mi abuelo Yashe, las cuarenta familias campesinas, el pope y las cuatro familias judías gozaban de una relativa alegría. Pero solo en los años buenos. Cuando el invierno apretaba bajo su helada tenaza las viejas casas de la aldea, haciendo que se congelara la saliva antes de tocar el piso, las cosas se ponían mal. Muy mal. El pope desempolvaba el texto de su homilía de Semana Santa, cuatro o cinco muchachones se declaraban dispuestos y se organizaba así un módico pogrom, destinado a aplacar las fuerzas diabólicas que enviaban esos fríos, manejadas por los representantes del Ante-Cristo en la aldea: las familias Levin, Jaimovici, Goldin y Elijavetzky. En ese trozo de la interminable estepa aquellos conspiradores trabajaban de consuno para hundir al campesino, pudrir las cosechas, infestar de mosquitos los veranos y de escarcha los inviernos.
Sin embargo, no convenía deshacerse para siempre de ellos. El sastre Moishe Levin hacía maravillas con los viejos taftanes; el boticario Goldin sabía mucho de hierbas y los otros eran buenos buhoneros, capaces de conseguir gracias a sus numerosos familiares y paisanos repartidos en toda la Gran Rusia, telas especiales para las novias, regalos exquisitos para las bodas y especias orientales exóticas para las grandes ocasiones.
En realidad no había que malquistarse ni con ellos ni con el Pope (al cual, según parece el Obispo le exigía de vez en cuando algunas “noticias”. A saber: “Hey, Boria, ¿hace cuanto que tus judíos engordan tranquilos? ¿No deberías hacer algo al respecto? Vamos no seas holgazán...”)
Así que nunca las cosas llegaban a mayores. Pero, a no dudar, a los judíos no le hacía gracia que cada cuatro o cinco años se desatara una pueblada en su contra, terminaran apaleados y, alguna vez, la sangre llegara al río.

Un invierno los vientos no dejaron de soplar del norte. Como nunca – ni los más viejos recordaban algo peor- la tierra parecía quejarse amargamente, gemir de dolor ante esa inclemencia. Las almas se cerraban, atenazadas, ahogadas en miedo y desesperanza.
En lo peor de ese frío, Aarón Elijavetzky llamó a su primogénito Jacob y le dijo que debería irse de la casa a buscar fortuna en la aldea vecina de Zviasta, donde vivía un primo.
- Eres el primero de mis ocho hijos. Tus hermanos son más pequeños y débiles que tú, Yashe. No tengo cómo alimentarlos. Tendrás que ir donde el primo Moishe, a ver si puedes trabajar con él en su venta de trapos.
Afuera, la nieve se congelaba apenas tocaba el suelo y el viento lastimaba todas las formas, que terminaban lisas y pulidas, amoldadas a esa fuerza incansable. Yashe tragó saliva, suspiró y se dispuso a partir con el carrero Isaiah.

Al anochecer llegó a casa de los primos y estos lo hicieron pasar. No era un buen momento. Estaban cenando en silencio, devorando sus viandas con devoción. Le rendían homenaje a la sagrada comida que los salvaba del frío y les daba ánimo para seguir en la vida.
- Ah, entra Yashe, ponte aquí, al lado del fuego para entrar en calor- le dijo Moishe-. Aaron me avisó que vendrías hoy.
Yashe no sabía si agradecerles el calor del hogar, que lo volvía a la vida o maldecirlos por no compartir la cena. Moría de hambre mientras olía los humos de la cocina (guefilte fish, imaginó) y su cuerpo agradecía ir descongelándose de a poco.
- Sabes Yashe- le dijo el primo Moishe- que somos muy pobres, que a duras penas podremos alimentarte y eso siempre y cuando nos ayudes a cargar trapos, a llevar pedidos a las casas de los campesinos, a hacer cuantos servicios puedas.
Al fin, alguien le dio un trozo de pan que devoró y así, vestido y sucio, durmió fuera de su casa por primera vez en doce años de vida. La garganta le dolía de llanto contenido.

***

Así, creo, comenzó su viaje por la vida el abuelo Yashe. Él no se quejó. Tomó todo lo bueno que la realidad le daba, aprendió todo lo que pudo y dirigió su vida. A los veinte años cruzó el mundo rumbo a la remota Buenos Aires, solo y sin un céntimo. Nunca le echó la culpa a los gobiernos, a los patrones o a su duro padre. Disfrutó de la vida.
Un único detalle impidió que su épica se transformara en gloria.
Le ganó al Zar, al hambre, las guerras, los mandatos familiares, al viejo antisemitismo rural, a la ignorancia, pero nunca pudo con Mañe, su mujer. Dura y seca como las estepas rusas, lo compañó con su queja hasta el último momento.

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