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Friday, May 18, 2007

La Fábrica Estatal, primera parte

Ahora que todo pasó, que La Fábrica voló por los aires dejando un enorme pozo negro, chatarra destrozada y un olor persistente a azufre, ahora, repito, es tiempo de contarlo todo.
Esta ciudad vivió siempre por, para y con La Fábrica Estatal. Como una mala copia de esos castillos medievales que coronaban cada población, La Fábrica alzaba sus feas torres y estructuras muy por arriba de los techos de la Ciudad, destacándose como el único poder, la única fuerza que se acercaba un poco más al Cielo.
Nunca supimos qué se fabricaba allí. Solo veíamos entrar diariamente camiones cargados de productos ferrosos, cauchos y plásticos, y salir, ordenados y limpios, unos camiones amarillos, cargados con El Producto. Se sospechaba que era algún componente que intervenía en la industria automotriz, pero ni los ingenieros más sagaces podían asegurarlo.
Alguna vez se formaban grupos de intrépidos que seguían en sus pequeñas motocicletas a los camiones amarillos, pero jamás averiguaron nada: en algún momento de la intrincada geografía de rutas, cortadas, autopistas, calles y pasadizos los vehículos se perdían de vista, desaparecían como tragados por el paisaje y era inútil persistir.
Los obreros (casi todos los hombres de la Ciudad entre dieciocho y sesenta años) sólo mentaban una larga y sinuosa cinta transportadora sobre la cual debían hacer sus tareas: sacar o poner diversas partes, ensamblar cables, remachar metales, pintar, barnizar, etcétera. Nadie sacaba nunca nada en claro.
La otra pregunta era: ¿y a quién le interesa saber qué produce La Fábrica?, no es asunto nuestro.
Yo opinaba así, por ese entonces. Mi destino estaba claro, desde siempre. Tenía veinte años y ya había ingresado a la Sección Maquilado de la División Patronificación. Mi futuro era promisorio: en cinco años ascendería a jefe de equipo, en diez a capataz de maquilado, en veinte ya podría ser supervisor de patronificación, en treinta ascendería a Coordinador de Área, y en cuarenta a Subgerente de Control. Me jubilaría a los 65 y viviría los diez últimos años de mi vida con una jubilación generosa. Qué más podría desear.
Pero otros, en cambio parecían pregonar siempre el descontento: ¿qué pasa si el producto cae en su cotización y cierra La Fábrica? ¿eh? , ¿Cómo sobreviviría en ese caso la Ciudad? ¿Y como podríamos ayudar los obreros a mejorar el producto si no sabemos qué es, para qué sirve?
Los callábamos con nuestros gritos y todo terminaba ahí, con un buen vaso de aguardiente en la Taberna.
Las autoridades de la Ciudad, en especial el Alcalde, trataban por todos los medios de limitar estos debates: publicaban Bandos u Ordenanzas como ésta:

“Señores vecinos: es sabido que nuestra suerte como Ciudad privilegiada depende de las excelentes relaciones que mantengamos con los administradores gubernamentales de la Fábrica. Nuestra progresista localidad, a diferencia de las tristes vecinas de la comarca goza de seguridad económica, una sabia administración municipal y un hermoso balneario a orillas del río. Se ha oído en diversas reuniones de vecinos sugerir que se debería reclamar información a los Gerentes sobre diversos aspectos de La Fábrica. Las autoridades del Municipio informan que serán extremadamente severas con esas personas: se les exigirá el pago anticipado de tasas y gabelas bajo amenaza de Juicio Ejecutivo por Morosidad. Retomemos la tradicional senda del buen sentido, la templanza y la amabilidad”
La gente leía estos bandos, sonreía y juraba algo.

***
Para esa época me puse de novio, como era previsible. Las chicas de nuestra ciudad se dividían en dos grupos, las empleadas de La Fábrica y el Resto: empleadas en la Alcaldía, maestras, administrativas, vendedoras de tienda y enfermeras.
Estaba decidido en el ánimo familiar que a mi me tocaría una del Resto. Así que enfilé mis pasos –es un decir- hacia la candidata: una pálida chica de mi cuadra con la cual cambiaba rituales saludos de buenos días y poco más. Cuando fue evidente para todo el vecindario que éramos el uno para el otro, tomé la iniciativa de invitarla al Baile de Primavera en el Centro Comunitario. Ella pareció sorprenderse y me susurró un cierto “sí”, teñido de sombras de duda.
Nos casamos al año y fuimos a vivir a unos departamentos cercanos a La Fábrica, lo cual me permitiría ahorrar en transporte, aunque a ella la dejaba lejos de su puesto de trabajo como secretaria del Asistente Tercero del Jefe de Sumarios Administrativos del Municipio.
Al mes me nombraron Adjunto Segundo del oficial de Mantenimiento. Y lo festejé con Celia, mi hermosa amante, secretaria del Primer Ayudante de Contaduría. Ella era de La Fábrica: sentía el persistente zumbido de su núcleo, al igual que yo. Allí en La Fábrica se podía percibir la vibración del poder. En cambio Dora, mi mujer, era residente de otro universo, alejado del verdadero corazón de todo.

***

Así vivía yo en esos años de preparación: excitado por La Fábrica, por su magnífico poder y por su callada amenaza de cerrar algún día: cuando bajaba la demanda del Producto se producían despidos o suspensiones temporarias de personal. Terror. Paseaban los supervisores por los pasillos laberínticos y con un leve movimiento de cabeza señalaban a las víctimas. En silencio, mientras los metales de La Fabrica se estremecían chirriando, todos los trabajadores miraban al elegido, lo despedían con la mirada y renovaban sus tareas. Algunos se persignaban.
A mí, como a todos en algún momento, me tocó. Fui elegido junto a veinte más para “tomar un Descanso Programado” como se leía en el Telegrama que recibí dos días después de la seña del supervisor.
No puedo relatar acá mi terror. Perder el trabajo en La Fábrica te convertía automáticamente en un marginal: perdías el crédito, te desafiliaban del Centro Comunitario e incluso en tu Iglesia podías sufrir discriminación. Claro que una suspensión temporaria no era el Despido Definitivo, pero…por algo se empieza y todos los casos de despido fueron precedidos de “descansos programados”.
Yo ya tenía el mío. Dora me miró con reproche y me preguntó
- No habrás estado alborotando a los jefes con preguntas impertinentes sobre El Producto y todas esas bobadas.
- Pero no, querida. Sabes bien que soy una pieza perfectamente adaptada al sistema. Se trata de un descanso, una pausa que me proponen para cambiar un poco de aires.
Me miró como con una mezcla de desprecio y lástima.
- Suerte que yo sigo con mi trabajo en Sumarios –agregó con rencor.
Se fue y me dejó en la cama, dispuesto a disfrutar de mi obligado descanso.
Dormí hasta el mediodía. Leí las noticias, escuché la radio, leí algún libro olvidado, ojeé cartas viejas, garabateé en un cuaderno, miré el techo, dormité otra vez. Llamé a Celia. Le expliqué mi nueva situación. No se enojó, pero tampoco pareció conmovida por mi angustia: solo murmuró algo y pretextó un apuro para colgar. Después recibí una llamada de Pedro, uno de los alborotadores de Taberna. En resumen: que se compadecía, que estaba muy mal lo que me habían hecho y que me invitaba a hablar con él, esa tarde, en la Taberna.
Fui, más por aburrido que por interesado. Ahí estaba, con su pipa y su larga barba, tomando el coñac de la tarde. Nunca había trabajado en La Fábrica. Era maestro, literato bastante malo, había intentado ser concejal, un fracaso, en suma.
- Hay que volar por los aires a esa bolsa de mierda que nos está acabando. – me lo dijo así, de primera, sin preámbulos, por lo cual me puse de pie y me fui de ahí sin saludar. Habrá gente loca, pensaba mientras corría hacia mi casa.

Cuando, días después, retomé el trabajo sentí un lejano rencor, que nacía del centro de mi cabeza: como una sirena remota que indicaba alarma. No le presté atención y me sumergí en la inmensa Fábrica, ansioso por retomar el trabajo, entusiasta por reparar la mala imagen que había dejado en mis jefes.
Debo describir ahora la sensación de pequeñez que te invadía al entrar a La Fábrica. Toda referencia cotidiana: una ventana, la cocina de tu casa, el autobús, perdía allí todo sentido. Las puertas, por empezar, eran como la entrada al Paraíso o al Infierno, supongo: de una dimensión inabarcable, gruesas, firmes, duras, eternas, marcando de una vez y para siempre que el afuera quedó atrás y ahora, niño, estás Adentro. La inmensa sala central se perdía entre las brumas y los vapores generados por las incontables máquinas que bordeaban la zigzagueante cinta central, la gran columna vertebral que juntaba las dispersas naderías que los diversos operarios contribuían a conjuntar. El Producto iba avanzando por esa cinta, recibiendo el homenaje que cada Grupo Operativo de Tareas le rendía: unos tornillos, algún conductor, válvulas, cableados. Naderías.
Unas extrañas tuberías bajaban, subían, se cruzaban en diagonal, rotaban, te rodeaban, impidiéndote ver más allá, hacia el techo, que presumíamos se extendería en algún lugar.
Cuando cada cual ingresaba a su Área Operativa la visión se estrechaba: solo veías un muro gris separándote del resto del mundo. Te concentrabas entonces en lo único vivo que había por allí: la Cinta trasportadora y su preciosa carga.
A veces, no se sabe cómo, veías un papel sobre la cinta, un mensaje, una carta de amor, una amenaza. Por lo general eran malas palabras, inmensas y obscenas puteadas. Al rato, la cinta se detenía y una voz amenazaba con sanciones infinitas “al gracioso de turno”.
A las dos horas de trabajar sobre la Cinta, podías tener un descanso de diez minutos. Ir al baño y estirar los brazos, fumar y leer apresurados algún diario y nuevamente a trabajar. Ocho horas así, mirando la Cinta y el Muro gris.
Ese día, reincorporado en activo al proceso productivo, pasó sin incidentes: solo un desmayo en la Sección Pivoteo. Vi pasar a un par de Sanidad, con una camilla y, al rato, el urgente traslado de un viejo. Los enfermeros bromeaban entre ellos, como siempre hacen en todos los institutos de salud del mundo. Dicen que así contribuyen a tranquilizar al paciente, haciéndole ver que lo suyo no es grave. Pero ese viejo echaba espuma por la boca y parecía morirse y ellos seguían bromeando sobre las chicas que conocieron anoche.
Cuando al fin volví a casa, saludé a Dora con un sonoro beso: todo había vuelto a la normalidad. Ella me devolvió el beso y fuimos a la cama, por primera vez en tres meses. No estuvo mal. Pensaba en Celia.
Al otro día recibí un llamado de Pedro, el crítico de Taberna. Se disculpaba por la brusquedad del anterior encuentro y me invitaba a charlar “sobre la vida” esa tarde. Acepté. Estaba extrañando algún amigo, quizás este excéntrico pudiera ser buena compañía. Es cierto, tenía amigos. Pero adivinaba en ellos la misma agónica rutina que los hacía idénticos a mí. Y eso me aburría. Los quería, pero eran tan previsibles como las románticas películas que veíamos en el Cine, los sábados.
Eran todos muchachos de mi barrio, de mi escuela, todos trabajaban en La Fábrica y todos ya estaban casados con las respectivas vecinas. Íbamos todos al Centro Comunitario a jugar al fútbol y a beber cervezas.
De vez en cuando alguno de nosotros se largaba a llorar, entupidamente. Quizás alguno recordaba un sentimiento fuerte, un deseo les afloraba, ganas de mandar todo al diablo y escapar de La Ciudad y su bendita Fábrica. Pero duraba solo unos instantes, jamás había preguntas ni explicaciones.
Me atraía Pedro: parecía sapo de otro pozo, tenía una historia para contar.


(Continuará)

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