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Monday, February 06, 2006

La rendición

La mañana en que los Estados Unidos se rindieron, yo estaba paseando al perro, ausente de todo, preocupado, aunque no más que en los últimos diez años, por mí, por el futuro -en general- y por cada pequeña cosa que constituye el mundo, para un señor de clase media, cincuentón largo y levemente nostálgico de otras décadas.
Por un rato rumiaba bronca a causa del estruendo de autos y colectivos, en otro me acometía una infinita angustia por el estado de la plaza y pensaba en qué términos enviaría un email quejándome de las secas plantas y del césped ralo.

Entonces sentí un bramido. Desde todos los ángulos posibles una risa o un chasquido, un grito de miles de gargantas explotó de pronto. Sonaron bocinas y la gente se abrazó en un espasmo de placer y camaradería espontanea.
Me asomé a un bar lleno de gente cantando, mientras la CNN informaba del desastre (era el quinto ataque nuclear suicida- esta vez en la Central Station de Nueva York, con un costo en vidas estimado en diez mil). La gente aplaudía a medida que se conocían detalles y aumentaba exponencialmente la cantidad de muertos.
Cómo odiaba a los Estados Unidos este pueblo.
Por fin el Presidente Jesse Johnson - un pastor negro, pacifista y respetado, la contracara del elemental Bush de años antes- habló, pidiendo una tregua y aceptando las condiciones impuestas por el Consejo de Salvación Universal.
El Comando "Mártires de la Fe", inmolado en esa mañana, había grabado su última cena y ahí estaban, obscenos y felices, a punto de acabar con diez mil infieles.
La gente aplaudía y los mártires miraban fijo a la cámara como devolviendo esos saludos mundiales.
Yo, a esas alturas, estaba algo conmovido y con sentimientos cruzados como en el 82, cuando los milicos invadieron Malvinas y todos, en algún punto, aplaudimos a la bestia.
Apareció un reportaje en vivo a Osama Bin Laden, orondo, exultante.
Y se interrumpía la transmisión cada tanto con la cara de Johnson repitiendo: "por favor, paren con esto; negociemos. Estamos dispuestos a una rendición inmediata. Solo pedimos que nos digan que hacer."

Ese era el problema, según supimos después. No había mucho para decir.
El odio contra el gran Satan había crecido en todo el mundo a la luz de los estragos de la guerra de Irak. Había tanto odio acumulado que ante la rendición incondicional que firmó Johnson, ese odio se transformó en una cosa casi corpórea, tomó estado físico, se convirtió en una nube ofuscada, como un niño al cual de pronto se le otorga el pedido y queda sin objeto de deseo, momentáneamente.

EEUU caía. Se cerraban sus embajadas. Cesaban sus directores de empresa y sus generales. Los soldados en Europa y Asia eran repatriados, para ponerse a las órdenes de Ahmaed Al-Kirya Muhd Dalam, el Shaik nombrado por el Comando para hacerse cargo de los ex-EEUU.
El primer Decreto del Shaik decía

“En nombre del Altísimo y de su Profeta, hemos derrotado a Satan. Su cuerpo inmundo, pleno de concupiscencia y lujuria aun tiembla bajo la espada vencedora de los mártires de la Fe, recibidos en el Paraíso por misericordia del Altísimo.
Ante el pueblo desheredado de la Tierra, queda el espectáculo del Satán vencido.”

Eso era todo. Una plegaria, un invocación. Nunca hubo más comunicaciones escritas de parte del Sheik. Solo rutinarias listas de prohibiciones que Al-Jazeera exhibía todas las tardes.

Durante las primeras semanas Europa Unida, lamentó la suerte de la ex - superpotencia y se propuso entablar negociaciones con los vencedores, tratando de salvaguardar la idea europea del Mundo. De poco valió. Se refundó el Califato de Cordoba, pero con sede en Al-Magerit y se agregaron nuevas conquistas: el Califato de Al-Parishi, el Califato de Al- Romei , el de Al-Berli y el de Al- Londra .También se fundó un emirato, denominado Al-judei, dependiente del Califato de Al-Berli, ubicado en zonas de Austria y Alemania.

Pocas semanas después Irán invadió Israel y construyó una enorme chimenea, Dios sabe para qué. Dicen algo como “baños de desinfección del alma”, pero algunos sospechan otra cosa.
Ayer vi el primer velo victorioso, ocultando el rostro de una mujer. Creí reconocer en ella a una vecina, pero no estoy seguro. De pocas cosas estoy seguro ahora.
Yo sigo paseando el perro y cavilando sobre el calamitoso estado de la plaza.

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