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Monday, January 15, 2007

Seleccionado para publicación

Estimado Esteban Lijalad

Le informamos de que se ha hecho público el listado de seleccionados
del II Certamen de Relatos Ábaco. Todos los integrantes de dicho
listado, aparecerán publicados en la antología conmemorativa del
certamen, que se editará en los próximos meses.

Pueden consultar el listado en nuestra sección de noticias:
http://www.editorialabaco.com/certamenes/

Desde Editorial Ábaco aprovechamos para dar la enhorabuena a los
seleccionados, y agradecer a todos los participantes su interés y su
colaboración.



( El cuento seleecionado se llama "Historia Policial" y creo haberlo publicado en el Blog)

1 comment:

esteban said...

No lo publiqué en el Blog. Así que ahí va:

Historia policial

Hoy hice algo extraño. Robé una billetera.
La saqué de un bolso, en la sala de espera de la estación. Asomaba negra, brillante, una linda pieza de marroquinería, con las puntas de algunos billetes visibles y la promesa de dinero al alcance de mi mano. Y lo hice. Miré, antes, alrededor del asiento. Nadie. Ni un alma. La oportunidad hace al ladrón, me dije mientras me levantaba y, distraídamente, manoteaba la billetera.
Salí del salón sintiendo dos ojos clavados en mi nuca, pero, miré nuevamente y nadie... Solo allí, lejos, muy lejos, una pareja dormitando en un asiento.
Tomé un taxi. ¿El hombre habrá sospechado algo? No sé, pero me miraba interrogándome. Dudé. Temblaba mi voz, cuando le indiqué mi dirección. Quería llegar a un lugar tranquilo, sentarme, abrir la billetera, sacar los billetes y contarlos uno a uno, disfrutar, si era posible, de mi primer hurto.
Al fin, llegué a casa y, casi corriendo, entré al comedor y me senté ante la mesa. Los dispuse todos en fila: veinte billetes de a cien, dos mil pesos relucientes, aún con olor a tinta. Papel firme, brillante, crujiente. Un gusto.
Sentí, de pronto el aguijón de la culpa entrándome bien adentro. Casi un dolor en el corazón. Tomé los billetes, los volví a poner en la billetera y, sin dudarlo, fui a devolverla a una comisaría.

No me gustan las comisarías. Me hacen recodar cosas que viví de estudiante: un calabozo oliendo a orina, miradas amenazantes. Ahora, dicen, las cosas cambiaron, así que me animé y fui a la de mi barrio. El policía de la entrada me sonrió y me dijo amable que siga por el pasillo y entre a la Guardia.
En la Guardia había dos policías tomando declaración a unas personas, así que me senté. Largo rato de espera. Me adormecía y ahí mismo me di cuenta que estaba haciendo una macana grande como una casa. Cuando ya me retiraba un vozarrón de sargento enojado me detuvo
—¡Adónde va, ciudadano! —Era evidente el tono irónico con que marcó la palabra “ciudadano”.
—No, es que me olvidé un documento...
—Pero cual es su problema, señor–dijo mientras su carnoso cuerpo se desplazaba, obstruyéndome el camino hacia la salida.
— No, nada, una denuncia de robo. Me desapareció la billetera
—Ajá...
—Y iba a casa a buscar mi documento de identidad...
—¿Pero en su billetera no estaban los documentos?
—No... —dudé. Sabía que el gordo sargento había encontrado la diversión del día
—No entiendo. ¿Y para qué vino a hacer a denuncia si no perdió los documentos?
—Ya le dije perdí la billetera. Y la plata
—¿Cuanta plata llevaba: cuarenta, cincuenta pesos? ¿Acaso cien?
—No recuerdo exactamente
—Pero no era una fortuna
—No, claro que no.
—Y por unos pocos pesos vino acá, a aguantarme a mí, perder el tiempo en vez de estar en casa tranquilo. No me cierra, don ...
—Gerardo Gutiérrez, Malabia dos tres uno siete, séptimo a
—¿Y quien le pidió su dirección, Don Gutiérrez? Mire me va a tener que explicar algunas cosas, si no lo toma a mal. Tengo sospechas de que hay algo más.

Fueron dos horas. Recorrí mi vida desde los años duros del setenta hasta la gloria del nuevo milenio. Todo le conté al gordo sargento.
Me tiraba de la lengua. Por ejemplo.
-–Y que me dice del 76, ¿donde estaba, militando en alguna organización?
–No, qué dice... estaba todavía en el secundario
–Pero si usted nació en el cincuenta y seis, ¿no? ¿Cómo puede ser que en el 76, a los veinte años, estuviera en el secundario... ?
Yo me hundía, aterrado.
—Sabe qué, don, no sé por qué pero no le creo nada. Va a tener que permanecer detenido en averiguación. Oficial Mayor- llamó- acá tengo un dos-uno-dos.
—Me lo retiene en cuatro- uno-cinco, Fernández y me prepara un café bien cargado, ¿entendió?- sonaba chillona, aguda la voz del Oficial Mayor en el intercomunicador, una reliquia de los setenta: enorme botonera, cables gruesos, todo color cremita sucio. Empezaba a deprimirme. Hacía rato que me odiaba por haberme metido solo en la trampa.
—Bien, necesito que deje todas sus cosas en esta caja: plata, llaves, etcétera. Se lo devolvemos en cuanto termine la cosa.
— ...tengo que hacer una llamada para avisar.
—Después la hace, ahora me deja sus pertenencias acá, ¿tá? Y me sigue a las dependencias interiores
—No— me animé.
—¿Cómo?
—No, que necesito ahora avisar a un abogado
—Usted ve mucho cine. ¿Cómo se le ocurre que un dos uno dos en situación cuatro uno cinco puede hacer llamadas? Después, sí, no hay problemas.
Deposité lo que llevaba: llaves, un celular, mi billetera, un pañuelo limpio, un peine de bolsillo, una carta de mi vieja, la billetera robada, la factura de teléfono, monedas.
–Aja, mmm... sí. Un momento: ¿dos billeteras? ¿Y viene a denunciar la pérdida de otra? ¿Cuántas usa, señor? –Me miraba, con esos ojos sucios y rojos, cansados, aburridos de la vida, con bronca hacia los tipos normales como yo, con trabajos previsibles, horarios definidos, mujeres, hijos y amigos convenientes. “Y yo que culpa tengo de tu vida”, pensé inútilmente.
Abrió la billetera, y contó los billetes. Mi fin era inminente.
-¡Epa! Dos mil pesos. ¿Por qué anda con tanta plata encima? No entiendo nada. Oficial Mayor, acá Ferraris, otra vez. No, mire, esto ya es un TRES uno dos, jefe.–Me miró como espantado y me lo dijo clarito:
–Se terminó la joda, ciudadano. Va a conocer nuestras cómodas instalaciones. Soy un policía a la antigua, ¿entendés?, de esos que añoran el viejo Proceso de reorganización y tengo ganas, hoy, de volver a gozar de aquellos tiempos.
Tocó varios timbres y al rato apareció una mujer policía, seguida por una especie de robot, alguien muy alto, vestido de fajina, que miró desde sus ojitos achinados y sonrió, pícaro.
-¿Así que a éste cuatro-tres-uno?
– No, preferiría un ocho dos, pero vos sabes que al jefe no le gusta el ruido, todo en voz baja, música tranquila
–Ja... como de bar de transa...
– Che, qué va a pensar la Cabo Fernández. A ver cuando acepta mi invitación, Susy.
– Cuando mi novio me lo permita. Mi novio, el Oficial Mayor, no sé si lo conoce....
– Era broma. Hablando de eso, me pidió un café bien cargado, Cabo. Susy, divina.
– Basta, hasta ahí ¿eh? Bueno y donde se lo llevo
– A la ORCA: Oficina de Registración de Confesiones Argentinas, vulgo: la carbonera. Ahí vamos a estar muy ocupados con este señor, un rato largo.
Sentí como el ano, el culo, el orto para más claridad, se me abría, dejando escapar todo el hedor de mi miedo. “Esto no es verdad” me repetía, mientras sentía trozos mínimos de mí resbalando por la entrepierna.
-Mmm ¿quién se cagó? ¡No me diga, señor, que usted se nos ha cagado de miedo ja ja!! –dijo alguien mientras yo me disipaba en la nada.

****

-¡Señor! ¡Señor! ¡Despierte! –unos gritos me taladraban el sueño. Abrí los ojos. Estaba en la Oficina de Guardia, sentado en el banco de espera. Una mujer policía, parecida a la Cabo Susy Fernández, me despertaba.
–Je, se quedó dormido, su turno. ¿Viene por alguna denuncia?
–¡No!, ¡No!, ¡De ninguna manera, nada! No, solo por un certificado de domicilio ¿puede ser?
-Cómo no, –dijo amable.
–Adelante, adelante, ciudadano... – me invitó al escritorio un sargento gordo, carnoso.
No conviene robar billeteras.